Ceno en una ciudad de Austria con tres personas de distintas nacionalidades (una griega, una francesa y un checo), y aprovecho para preguntarles su opinión sobre el conflicto catalán. La griega, una chica joven, dice que la impresión que tiene es que hay una parte de España que se cree superior por tener una economía más desarrollada, y que por ello piensa que puede hacer lo que le da la gana. La francesa no sabe, no contesta. El checo sí dice conocer el tema. De pronto, se arranca la piel de cordero (hasta el momento me ha parecido una persona tranquila) y comienza a despotricar.
Sé que una persona, más si no está bien informada, como es el caso, jamás será representativa del conjunto, y que es osado llevar las cosas a un extremo por una opinión particular, pero es entonces cuando me doy cuenta de una cosa: la buena imagen que tenía España hasta ahora en el extranjero, y en concreto el rey Juan Carlos, por su papel destacado en la Transición y en la resolución pacífica del intento de golpe de Estado en 1981, quizá empieza a hacer aguas.
Dice el checo -y al oír sus palabras me estremezco- que somos un país «fascista» y «antidemocrático». Dice que no es de recibo tener presos políticos en ningún país europeo. Cuando le pregunto por qué habla de fascismo, y qué tiene que ver este con el conflicto catalán, me contesta, como si yo acabara de nacer o caerme del guindo, que España vivió cuarenta años de dictadura fascista. «Sí, cierto, pero insisto, ¿qué tiene que ver?». «Pues que el Gobierno español está haciendo con los catalanes exactamente lo mismo que hizo Franco».
Sigue diciendo el checo que la Constitución que tenemos es una mierda (shit es la palabra que utiliza). Le contesto que cuando nuestros constituyentes redactaban la, según él, «shit Spanish Constitution», tuvieron muy a la vista los modelos existentes de justicia constitucional y las tablas de derechos y libertades contenidas en las constituciones de su entorno (en especial la alemana y la italiana), así como las declaraciones y convenios internacionales en los que España aspiraba a integrarse. Así que, según él, todo el entorno jurídico europeo es shit. Le da igual: a oídos necios, palabras sordas. Le pregunto si sabe que la Unión Europea no reconoce a Cataluña como estado independiente. No, no lo sabe. «¿Y qué te parece esto?», insisto. No contesta. Arranca a hablar entonces sobre el rey. Otro shit, que debería tomar las riendas, y que no hace nada. «Es que está atado por la Constitución, mucho más no puede hacer», le digo. «Por eso -me dice él ufano-, por eso no sirve de nada».
Pero su discurso todavía no ha llegado al límite. La griega y la francesa ya hace tiempo que callan (al principio la griega intentaba meter baza dándome la razón) y que revuelven los restos del plato con el tenedor con las cabezas bajas, y a mí se me han quitado las ganas de cenar. Lo peor es cuando compara el caso catalán con la separación entre Chequia y Eslovaquia. «En España debería hacerse como se hizo en nuestro país», dice. «No tiene, en absoluto, nada que ver», le contesto (aunque a estas alturas ya sé que lo que diga le entra por un oído y le sale por el otro). «La desintegración de Checoslovaquia está relacionada con el fin de la guerra fría y la disolución de otros países del bloque oriental como la URSS y Yugoslavia», prosigo. Sigue sin escuchar y yo desisto. A estas alturas, lo único que me apetece es abofetearle y luego irme a dormir.
No lo hago; con gente así, no merece la pena ni enfadarse: le estaría concediendo algo. Pero de camino hacia el lugar en el que me alojo en esa fresca noche austríaca, las palabras «fascista», «antidemocrática» y «constitución de mierda» me golpean el cerebro. Me pregunto de dónde se habrá sacado esa furibunda terminología sobre España, qué habrá estado leyendo o qué redes sociales visita. Aunque no tiene que ver con el tema, se me viene también a la cabeza la serie de Netflix Así nos ven, la historia de una injusta acusación que pone el foco en un detalle muy claro: el lenguaje que se utiliza para hacer calar los mensajes importa, y mucho.
De algún lugar vendrá todo eso. Y no puedo evitar sentir que hay algo que se nos está yendo de las manos en España. Es una opinión, no me hagan mucho caso. O más bien, una intuición.