Para las clases populares, la televisión es el medio más rápido para escalar a la fama. Algunas monarquías, en cambio, la han utilizado como vehículo para escenificar su carácter mundano. Una parte importante de la tercera temporada de The Crown gira en torno a cómo intentó la realeza británica dibujar el perfil que quería mostrar al pueblo.
Ya su primera entrega, cuando Isabel II se convertía en reina por sorpresa, plasmaba cómo Felipe de Edimburgo metió las cámaras en el acto de coronación con espíritu democratizador. Los nuevos episodios recogen el momento de finales de los sesenta en que la familia real grabó un documental para mostrar su naturalidad. No fue buena idea. La emisión no tuvo el efecto conciliador deseado y la película sigue a día de hoy custodiada bajo siete llaves por la reina. Un curioso paralelismo el de aquel tiro fallido con el actual gatillazo del príncipe Andrés, cuya reciente entrevista de afán exculpatorio en la BBC acabó hundiéndolo.
La historia de los Windsor abarca instantes televisivos turbadores. Mientras, The Crown sí está cumpliendo con esa tarea de dar lustre a la institución y a quienes la componen. Un buen ejemplo es el príncipe Carlos, gran revelación de la temporada. Él, que fue siempre el villano de su propia historia, cobra ahora aristas impensables para el espectador a la espera de los tiempos difíciles que vendrán cuando Diana haga su entrada en escena.