Una vez más, y como viene sucediendo desde que en el 2015 llegaron a las Cortes parlamentarios que, contradiciendo lo apuntado por Ortega en la Constituyente de 1931, van a hacer allí «el payaso, el tenor o el jabalí», el trámite de acatamiento a la Constitución se convirtió el martes en una subasta, en la que, desde los escaños de Podemos y de los separatistas, se pujó por ver quién desprecia la Constitución con más descaro en el único momento en que se exige a los parlamentarios que la acaten. ¡Una ignominia que no debería repetirse!
Aunque es discutible si ha de existir un trámite de acatamiento a la Constitución para ser parlamentario, no lo es que aquel resulta democrático. Ya en 1981 lo aclaró el Tribunal Constitucional (TCE), al sostener que la obligación de cumplir nuestra ley fundamental es diferente para los ciudadanos y los titulares de los poderes públicos: mientras los primeros «tienen un deber general negativo de abstenerse de cualquier actuación que la vulnere», los segundos «tienen además un deber positivo de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución», lo que significa «un compromiso de aceptar las reglas del juego político y el orden político existente y no intentar su transformación por medios ilegales».
El propio TCE destacó más adelante, en 1990, cuando se planteó la duda de si era legalmente admisible jurar o prometer por imperativo legal -lo que, por lo demás, es obvio en todos los casos-, que «para tener por cumplido el requisito no bastaría solo con emplear la fórmula ritual, sino emplearla, además, sin acompañarla de cláusulas o expresiones que de una u otra forma, varíen, limiten o condicionen su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello».
La mera lectura de ese párrafo hace patente que jurar o prometer por la República, por el 1-0, por los presos políticos, por los exiliados o por el derecho de autodeterminación, entre otras muchas coletillas añadidas a la fórmula de acatamiento a gusto del parlamentario, supone no solo un flagrante y malicioso incumplimiento de la obligación de acatar sino una forma insolente de pasarse por el arco del triunfo la Constitución que, tras ser el fruto histórico de incontables esfuerzos y sacrificios de lucha por la democracia, respeta hoy una amplia mayoría del pueblo español, convencido de su contribución al asentamiento de la más larga y fructífera etapa de libertad, paz y prosperidad de nuestra historia.
Es por tal motivo inadmisible que el trámite solemne de acatamiento a la Constitución por los representantes del pueblo se haya convertido en la ocasión para que una parte se burlen de ella. Y porque lo es, la decencia democrática exige hacer ya una de estas dos cosas: o asegurar que el trámite de acatamiento se cumple en el futuro tal y como exige el TCE o que pura y simplemente se suprima, algo preferible al circo que, para vergüenza de nuestra y de las Cortes, ahora debemos soportar.