Resulta enternecedor ver la pasión con la que sus señorías defendieron la Constitución cuatro décadas después de su aprobación. Y es de agradecer el empeño si fuera acompañado el resto del año por actuaciones que ratificasen esa vocación de mantenerla viva. Pero viendo lo que vemos, estamos obligados a entender que lo de este viernes fue un acto más de la farándula a la que nos tienen acostumbrados. Los ausentes, al menos, fueron consecuentes.
Ha sido tal el acoso y las embestidas que sus señorías propinaron al texto constitucional que lo que nos queda es un libro viejo y ajado. Viejo porque así se pone de manifiesto cada día cuando comprobamos que es incapaz de dar respuesta a nuestras necesidades. Y manoseado porque han sido tantas las acometidas que recibió que ya soporta mal cualquier otro envite.
Lo que nos queda de Constitución es un texto añejo y manoseado, producto de años y años de maltrato. De no respetarlo, de llevar de la mano a las instituciones a quienes pretenden quemarlo; de pactar con quienes lo odian; en fin, de realizar el doble juego de soy constitucionalista a muerte mientras abro las puertas para que entren quienes vienen con la antorcha en la mano para quemarla.
Y de tanto golpearla llegamos a una situación cuando menos preocupante. Un tercio del Parlamento, 126 diputados de nueve formaciones, la cuestionan o buscan abolirla. Y de los 24.365.851 votantes del 10N, 9.296.000 pretenden lo mismo. Es el resultado de años y años de desprecio de sus señorías y de negarse a actualizar un texto que ha quedado obsoleto porque nunca es el momento ideal. Austria hizo a la suya más de cien revisiones. Alemania la modificó en 60 ocasiones; Francia en 24; EE.UU. en 27 y Portugal en siete. Nosotros, para introducir la estabilidad presupuestaria.
Eso sí. Ni juegan a decir lo que no sienten, ni se abrazan a quienes cocean la democracia. Un ejemplo, Merkel no está dispuesta a que los discursos ultras entren en el Bundestag porque «si lo hacen, nuestra sociedad dejará de ser libre», dijo. Aquí, los apoyan, los llevan a los gobiernos y a los órganos de decisión y hasta suscriben sus delirios ultras.
Y, al tiempo, defienden con entusiasmo la Constitución pese a que ya sea un libro viejo y ajado. Pero es que la coherencia y el sentido común los dejaron en la cuna.