Ya está todo listo para que seamos felices. Ya está todo listo para que entremos en los comercios a empellones, para gastar, para apiñarse sin designio. Paseo por los alrededores de la calle Preciados, en Madrid, y un murmullo ensordecedor me arrastra hasta tropezar con los niños, padres y abuelos que vienen de la Plaza Mayor con pelucas de colores y matasuegras. Les han contado que la Navidad es el centro comercial y ahí es adonde se dirigen como pastores hacia el pesebre por caminos nevados. Ahí es donde entonarán como cada año unos villancicos y de paso entrarán a comprar. Quizá no sepan -o no se han enterado todavía- que ahora la Navidad no es blanca sino luminosa, y que para ser feliz no hace falta morir aplastado en la capital. Quizá no sepan que hay norias gigantes, bolas, osos polares, toboganes y alcaldes que alimentan su ego con millones de luces led que se ven desde Nueva York. Quizá no sepan que ahora donde habita la verdadera Navidad no es en Madrid, sino en Vigo.