Termina el año y estamos instalados en una preocupante ola de pesimismo. Nos hemos acostumbrado a que el país esté casi paralizado, funcionando a medio gas, sin que se tomen las decisiones imprescindibles para afrontar los difíciles retos a los que nos enfrentamos. Todo habría sido muy distinto si Rivera no se hubiera derechizado hasta tal punto de poner un cordón sanitario a los socialistas mientras pactaba con la extrema derecha. España podría tener desde hace ocho meses un ejecutivo de centro-izquierda PSOE-Cs con mayoría absoluta, dejando fuera de juego a los independentistas y a Podemos. Ahora nos vemos abocados a un Gobierno de coalición de izquierdas sustentado por la abstención de ERC. Un escenario inédito e inquietante. No había otra salida una vez que Sánchez pactó con Iglesias, Casado se negó rotundamente a facilitarle la presidencia y Arrimadas, al frente de un partido que solo conserva diez de sus 57 diputados, como castigo por sus errores políticos catastróficos, se obcecó en defender su vía 221, que sabía que no iba a ningún lado. Pero el 2019 termina también con la amarga sensación de que los independentistas van ganando puntos. La sentencia del Tribunal de Justicia de la UE les ha dado alas. La perspectiva de Puigdemont paseándose libremente por Europa como eurodiputado, agitando la causa secesionista, y de Junqueras decidiendo si hay gobierno o no desde la cárcel se parece mucho a una pesadilla. Esta es, además, la tormenta perfecta para que la ultraderecha retrógrada de Vox, que ya se ha comido a Ciudadanos, siga creciendo e inoculando sus políticas de odio al PP. Así, no es de extrañar que el pesimismo nos invada. Al menos todo indica que en enero habrá Gobierno.