Las claves de una buena oposición

OPINIÓN

David Fernández | EFE

18 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Las películas del Oeste son una fuente inagotable de metáforas para la ciencia política, porque son narraciones maniqueas -de buenos y malos-, en las que todos los conceptos y caracteres están simplificados para favorecer un final feliz y moralizante. El bueno es guapo, listo, sabe leer, tiene un caballo veloz, es infalible con el revólver, ama a una chica bellísima y virtuosa, y observa el crepúsculo con ojos azules. El malo es feo, escupe como un futbolista, tiene un caballo lento y un revólver desafinado, y compra los amores en el saloon del empresario corrupto. Y, sobre ese esquema, se desarrollan argumentos de plasticidad insuperable.

La política también es así, aunque los buenos y malos se turnan a merced del respetable. Los que hasta hace poco eran unos perdedores, populistas, enfrentados entre sí, sin proyecto de país y mal vistos por la intelligentsia europea, tienen ahora las llaves del Falcon, viven en dorados palacios, encargan sus trajes en Milán, cenan con Macron, y están asesorados por míticos gurús que -hasta que pierden- nunca se equivocan. Y nuestro problema consiste en saber qué debe hacer una oposición noqueada, a la que ahora le toca hacer el papel de vaquero malo, torpe y zarrapastroso.

En los westerns está resuelto. Cuando encierran al vaquero malo, por haber asaltado la diligencia y matado al mayoral, sucede que, mientras espera a que venga la banda a rescatarlo, con un tumulto de petardos y balaceras, empieza a dar patadas y puñetazos a los barrotes, insulta y amenaza al ayudante del sheriff, y ahoga su frustración en el güisqui clandestino que le trae su amor mercenario. Por eso resulta que, cuando llegan sus libertadores, ya no sirve para nada, es incapaz de subir al caballo, y el sheriff se lo trinca como a un conejo apestado.

Pero, cuando encarcelan al bueno -porque nunca faltan celadas e injusticias-, lo primero que hace es tumbarse en el camastro, bajarse el sombrero a la cara, cantar una canción -Tonight My Baby’s Coming House- mientras el carcelero tremola su armónica, y echarse unas plácidas siestas, soñando con el valle donde vive su amor, para estar entero y relajado cuando el tiempo le dé la oportunidad de escapar de la cárcel, detener a los forajidos, encontrar el oro de la diligencia debajo de la ruleta del casino, ganarle el duelo -solo ante el peligro- al pelanas del malo, y encaminar su caballo albino, al caer de la tarde, hacia el verde valle donde su chica le espera.

Pablo Casado debería darse una tarde para ver cuatro westerns, antes de decidir si va a romper los puños y las botas contra las rejas del calabozo, y hundirse en una borrachera de impotencia, o si aprovecha este incidente de oposición para relajarse, hacer mucho ejercicio, y esperar a que le llegue la oportunidad de encadenar todas las brillantes hazañas que le lleven al poder. De momento está dando puñadas y coces contra los barrotes y los aguijones de Sánchez. Pero aun tiene tiempo para programar a su gusto, y relajado, el final de la película.