Si lo de Australia hubiera ocurrido hace, digamos, veinticinco siglos, hoy estaríamos leyendo en la Biblia las descripciones de las distintas fases del castigo divino. Y si este tema no fuera tremendamente serio, yo ahora haría un chiste diciendo que tuvo su origen en la construcción de la ópera de Sídney, que, como una Torre de Babel o una Ciudad de la Cultura, fue tropezando con eternos retrasos, problemas y ambiciones. Australia, aquella vieja colonia británica de presos, inmensa isla vacía, rodeada de tiburones en los confines del mundo, se convirtió por esa mezcla de sangre joven americana, europea y asiática en un país pujante y feliz. La tierra de Kylie Minogue y del Cocodrilo Dundee. Sin embargo, ya cuenta Manu Leguineche en La Tierra de Oz, un libro de hace veinte años, cómo los aborígenes quemaban sus tierras con indolencia irresponsable. Al igual que en el campo manchego se hizo toda la vida, por cierto. La plaga del fuego arrasó millones de animales que vivían allí desde la creación. Aquellos animales que tanto fascinaron al joven naturalista David Attenborough hace más de medio siglo. Luego vinieron las tormentas de arena y luego lo peor de todo (perdonen ustedes, pero no me puedo aguantar): el Open de Australia. Yo recuerdo cuando los diplomáticos australianos en Madrid intentaban reclutar titulados superiores y mujeres para la emigración, a finales de los ochenta. Hoy aquello es el apocalipsis. Y David Attenborough, desde sus 94 años, se muerde los puños de tristeza e indignación.