Dos hechos destacables de la apertura de las Cortes: una frase del rey y el manifiesto antimonárquico suscrito por 49 diputados nacionalistas. «España no puede ser de unos contra otros», dijo el monarca. No podía decir otra cosa, aunque sí utilizar palabras distintas. Pudo haber dicho, sin modificar un ápice el significado de su apelación, que la Constitución no puede ser de unos contra otros. O incluso, tomando la parte por el todo, que la monarquía no puede ser de unos contra otros.
Que la frase real lleve el sello de Pedro Sánchez, como asegura algún medio, no tiene relevancia alguna. Salvo que la triple derecha se dé por aludida. Y abofé que tiene motivos para sentirse interpelada porque, desde que se desató el terremoto catalán, España, la Constitución y la monarquía son suyas. Y con esas cartas de propiedad bajo el brazo, defiende sus posesiones ante el asedio de los bárbaros: socialistas, comunistas y nacionalistas de diverso pelaje. No hay más que observar la maniquea división entre constitucionalistas y no constitucionalistas. Solo los primeros defienden la Constitución de las hordas Frankenstein, lo cual sugiere una lectura inquietante: la mayoría no respalda la carta magna. No hay más que observar los estentóreos vivas al rey, que solo buscan convertir La Zarzuela en feudo de la derecha y dejar en evidencia a quienes nos sentimos republicanos, lo que supone colocar una mina bajo los pies de la Constitución que algunos ya defendíamos cuando Casado, Arrimadas o Abascal mascaban el chupete.
Con amigos así, la Constitución no necesita enemigos. Pero, obviamente, tampoco de estos le faltan. Como los diputados que afirman que «el rey niega los derechos civiles, políticos y nacionales» de los españoles. El rey, señores nacionalistas, no niega ni afirma nada. Mis derechos me los reconoce o me los niega la Constitución. No se anden por las ramas: para destronar al rey o proclamar la independencia hay que abolir la Constitución y redactar otra. Tarea que no me parece realizable esta semana.
No seré yo quien mitifique la Constitución del 78. Ni es la más guapa ni la más perfecta del orbe occidental. Está repleta de imperfecciones y achaques, unos de nacimiento y otros adquiridos por su uso y abuso. Ni siquiera comparto que sea «gramaticalmente impecable», como afirma la RAE. Pero eso no resta nada a su historia de éxito. Si la España de hoy ya no la reconoce ni la madre que la parió, el milagro lo propició esa señora cuarentona. El secreto de su fortaleza y longevidad reside en su carácter inclusivo: en ella cabían todos y nadie excluía a nadie. Curiosamente, fue engendrada por el método Frankenstein: mediante el diálogo intenso, la negociación a cara de perro y cesiones de neofranquistas, comunistas, socialistas y nacionalistas. Y, sin embargo, funcionó.
Ahora, envejecida y sumida en crisis agónica, su futuro resulta impredecible. Hay que preservarla de sus enemigos y también de sus amigos. Algo que, a menos que Dios devuelva sentidiño a unos y a otros, no tengo idea de cómo se hace.