Hace una semana, el 27 de febrero, este diario daba cuenta del número de afectados por el coronavirus en España: trece. Una semana después, el jueves 5 de marzo, posiblemente hablará de 180: la epidemia crece a razón de veinte diarios. Si esto fuese la calificación de un estudiante, se podría decir que el virus progresa adecuadamente. El miedo también, y lo contagia todo: la economía, la capacidad de reacción de los gobiernos, la coordinación de las autonomías, la responsabilidad de los medios para no crear más alarma de la ya creada y las relaciones, los usos y las costumbres de la sociedad.
La evolución del coronavirus ha llegado a un punto en que la empiezo a considerar fascinante. Con la fascinación de todo lo incierto, lo misterioso, lo que escapa a la razón humana hasta ahora conocida. Por culpa de sus contagios, nadie sabe hasta dónde llegarán las consecuencias: si estaremos entrando en la fase de demonización de la globalización económica y cultural; si provocará la caída de un gigante como China; si terminará resolviendo el tráfico urbano por la implantación del teletrabajo, o si todo quedará en nada, porque la ciencia médica conseguirá dejar esta enfermedad como un recuerdo de algo que asustó al mundo, pero el mundo lo derrotó como San Jorge al dragón. Todavía más fascinantes, los cambios que puede producir en la sociedad. Quién sabe si, a base de crear una nueva cultura sanitaria del saludo, desaparece la costumbre de darse la mano. Quién sabe si, unido a la nueva ley de libertad sexual, ya será de gran riesgo sanitario y penal besar a una señora. Quién sabe si viajar, hacer turismo, ir a bailar a Benidorm de la mano del Imserso pasará a ser algo antiguo, de cuando no sabíamos valorar los peligros de moverse por el mundo.
¿Y qué me dicen de los efectos en las creencias y en la liturgia? A ver, sacerdotes, frailes, obispos, nuevo presidente de la Conferencia Episcopal: ¿cómo voy a confesarme, si es una confidencia con el cura? La portavoz del obispado de Málaga, una atractiva señora, me recomendó guardar una prudente distancia del confesor, sabio consejo; pero entonces se oirán mis pecados en todo el recinto. Habrá que colocar en los confesionarios certificados médicos de erradicación del virus. Pero, una vez confesado, ¿cómo voy a comulgar, si el cuerpo y la sangre de Cristo pueden venir de una mano contaminada? Y el «daos fraternalmente la paz» debe ser sustituido por un gesto con la cabeza y una sonrisa, también sin darse la mano. Y desaparecerá el agua bendita de las pilas, porque la bendición no elimina gérmenes. Todo esto es la fascinación. Al fin y al cabo, los grandes cambios de usos sociales y hasta de culturas debieron empezar así.