No me sorprendió enterarme de que la nueva ley de educación que prepara el Gobierno propone acabar con el «aprendizaje memorístico». Hubiese quedado muy rara si no llevase ese punto, que es un clásico. Creo que todas las leyes de educación que recuerdo han prometido acabar con el hábito de aprender las cosas de memoria, aunque nadie se molesta nunca en explicar por qué. A veces, se hacen vagas referencias al absurdo de memorizar «la lista de los reyes godos», cuando hace ya más de sesenta años que nadie aprende la lista de los reyes godos. Otras veces se dice que es más importante entender las cosas que saberlas de memoria, como si ambas cosas fuesen incompatibles.
Pobre memoria. Yo le tengo cariño. Me hubiese gustado tener más, no menos. No nos enseñaban la lista de los reyes godos, pero con doña Elvira aprendíamos versos de Machado, de Lorca o de Rosalía que todavía me repito a mí mismo cuando me quedo a solas, lo mismo que el orden los ríos de España y del mundo que nos enseñaba don José Iglesias (Amur, Huang-Ho, Yang-Tse-Quiang…). Atesoro los latinajos (Timeo danaos et dona ferentes), las fechas de batallas que luego hacían más fácil recordar todo lo demás… De hecho, lo que aprendí de memoria es lo único que recuerdo de la EGB, que ya había nacido también con la promesa de eliminar el aprendizaje repetitivo. Más bien, lo que he olvidado por completo es lo que «aprendí jugando», como se decía entonces. No recuerdo nada de aquellos experimentos de enseñanza audiovisual con proyecciones —que eran los ordenadores de entonces, pero más barato—, ni de lo que nos enseñaban en aquellas famosas fichas que había que rellenar como un formulario, y que prometían enseñar sin esfuerzo —si algo he aprendido luego es que aprender sin esfuerzo es imposible, porque aprender y esforzarse son la misma cosa.
A mí, la memorística me parece algo mágico. Igual que, al respirar, algo del oxígeno acaba formando parte de nosotros, las cosas que memorizamos pasan a ser parte de la materia misma de la que está hecho nuestro pensamiento. No tiene nada que ver con un dato que consultamos un momento y luego olvidamos. Lo que se aprende de memoria es un poso, una corteza sobre la que se crea otra nueva corteza, y luego otra, y al final es un árbol. Los niños, de manera natural, aman la memorística y la repetición, e instintivamente quieren memorizar las cosas que valoran: se aprenden canciones, acertijos, chistes, cuentos; disfrutan repitiendo retahílas de nombres de personajes de ficción. Es un poco desconcertante que los adultos hagan leyes destinadas específicamente a desanimarles. Sobre todo porque son las mismas personas que les dicen a los ancianos que es fundamental ejercitar su memoria, y que ensalzan como un deber cívico la Memoria con mayúsculas, en abstracto, cuando se refiere a una selección de hechos del pasado.
Quién sabe. Quizá sea esta, finalmente, la ley que acabe de una vez por todas con esa otra memoria, la que se escribe con minúsculas, la que nos hace recordar no las grandes cosas, sino las pequeñas: la canción, el poema, los verbos. De hecho, me pregunto cómo es posible que todavía quede algún reducto de aprendizaje memorístico, después de medio siglo de lucha a muerte contra él. Y entonces pienso si no será que la memoria, como tantas otras cosas que se intentan erradicar constantemente sin éxito, pudiera ser algo muy profundo en el ser humano; uno de los elementos que lo conforman, como el hidrógeno. Algo que, simplemente, no se puede suprimir, porque entonces dejaríamos de ser nosotros.