Primero parecía una cuestión de lógica: si el virus mata a la gente, es normal que empiece por los viejos, siempre ha sido una ley natural y constatarla en plena pandemia tranquiliza mucho a la población activa. Después esos ancianos empezaron a morir en las residencias, pero tampoco ocurrió nada excepcional: cada cual nace y muere donde está. Si en la Comunidad de Madrid, por ejemplo, hay medio millar de esos establecimientos, nada más lógico que el coronavirus se lleve por delante a unos cuantos: sigue funcionando la biología y la matemática. Además, siempre hay otra explicación: los difuntos padecían otras dolencias, que fueron las principales causantes de la defunción. Si en medio aparecía cadáver un joven o alguien de mediana edad, que no cunda la alarma: era la excepción que confirma la regla, o también padecería otra enfermedad.
Pero hace tres días estalló la gran noticia: en una residencia de mayores de Madrid habían muerto 17 y ninguna autoridad supo dar una explicación. Al día siguiente se siguieron produciendo noticias similares en similares lugares y entonces el drama ya se convirtió en estadística. Las fuentes informativas discrepan en los datos, pero se ha llegado al consenso de que en los siete días de una semana un centenar de abuelas y abuelos habían fallecido en sus asilos en el conjunto de España. Según se desprende de las informaciones, nadie los había llevado a un hospital, nadie había acudido a verlos porque estaban prohibidas las visitas, nadie acudió a sus funerales para evitar el contagio. Las muertes más tristes de todas las muertes.
Y el diagnóstico más cruel de todos los diagnósticos: en toda la planificación de la lucha contra los contagios falló estrepitosamente la coherencia. ¿No habíamos quedado en que la población de más riesgo era la población mayor? ¿No se publicaron estadísticas que decían que la media de edad de los fallecidos era de 80 años? ¡Ah!, pero esos estudios de publicación asegurada se hacen para aparentar que se investiga mucho y que las autoridades están muy pendientes, no para actuar en consecuencia. Porque si fuera así, se habrían tomado medidas en las residencias, se habría hecho por lo menos algún test, se las habría dotado de lo elemental, como mascarillas, habría alguna especie de comandos viajando por esos centros asistenciales con la misión de intentar salvar vidas. Y nada de eso se hizo. Se permitió que funcionasen las leyes vegetativas. Dijo ayer Pablo Iglesias que el virus no distingue fronteras, pero sí clases sociales. La incuria pone la otra distinción: el menosprecio a la edad.