La palabra confinamiento se ha incorporado de repente a nuestro vocabulario y se quedará para siempre en nuestra memoria, archivada como una experiencia vital inesperada y traumática. Su uso actual no es del todo correcto, ni en el ámbito lingüístico, ni en el jurídico; es incluso contradictorio. Según la RAE, el confinamiento supone el destierro de alguien. En derecho, supone la obligación de un condenado a vivir, temporal y libremente, en un lugar distinto al de su domicilio. Para afrontar la pandemia del coronavirus se ha ordenado justo lo contario: quedarse en casa. Hay quien considera que la privación de libertad de todos los súbditos en sus casas por un tiempo determinado, con sanciones en caso de incumplimiento, no deja de ser un arresto domiciliario, masivo e imprescindible, pero un arresto; sin embargo, se arresta a condenados, no a potenciales víctimas. Ni siquiera se encuentran palabras para una situación tan caótica.
Al declarase el estado de alarma, los ciudadanos están recluidos en sus casas por disciplina y por miedo. La supresión de los derechos fundamentales de circulación y reunión es más propia de un estado de excepción, sobre todo si a la par se ha convertido a los militares en agentes de la autoridad. Por supuesto, ahora lo que toca es responsabilidad y solidaridad, aunque tomar medidas drásticas sin que esté claro el marco legal puede traer consecuencias. Con el trasfondo político de la estrategia de disparar al pianista, ya hay quien está pensando en canalizar futuras denuncias colectivas y querellas acumuladas. Algunos se lavan las manos, pero no se chupan los dedos.
Todos los ciudadanos dicen que cumplen el confinamiento. La mayoría dice la verdad, una minoría miente. Las órdenes están claras, recogidas en el real decreto publicado en el BOE, las evidencias de los incumplimientos también. No obstante, tanto el altruismo de Don Quijote como la picaresca del Lazarillo forman parte de la idiosincrasia nacional. Quijotes son los héroes anónimos: sanitarios, celadores, cuidadores, policías, guardias, militares, conductores, repartidores, vendedores, pinchadiscos de patio de vecindad, palmeros de balcón... Lazarillos son los pícaros: corredores de paseo marítimo, paseantes de mascotas hasta la extenuación, transeúntes que llevan siempre bajo el brazo el mismo paquete a Correos, colegas que siguen quedando para botellones domésticos, ancianos que continúan con sus recorridos cotidianos, vecinos que se reúnen en zonas comunes de la urbanización, inquilinos que toman juntos el sol en la terraza, pasajeros de autobús que acuden a visitar a familiares, compradores que lo manosean todo en el supermercado, acaparadores de papel higiénico, especuladores de mascarillas... Tú confina, que yo miento. Confina, miento.