El sábado, al hacer la compra semanal, me encontré a mi amigo Salva. Nos vimos en la acera, justo delante del súper. En lugar de dar un paso hacia adelante, pasarnos el brazo por encima del hombro y darnos unas palmadas en la espalda nos quedamos quietos, sin saber muy bien si mirarnos a los ojos o qué hacer. Charlamos un poco (nos quejamos un poco, en realidad) y luego en los pasillos preferimos no coincidir para no tener que volver a sentirnos lejos.
El domingo se murió el padre de mi amiga Carmen. Llevaba tiempo mal. Vive lejos y durante las últimas semanas pensé en varias ocasiones cuántos días libres me quedaban y a qué combinación de transporte podía recurrir para no pegarme el palizón en coche. No importaban los kilómetros. Solo el abrazo. Al final montamos nuestro propio velatorio en el grupo de WhatsApp, recordamos las anécdotas compartidas de su padre y lloramos, con hipo pero como si estuviéramos juntas.
Ayer vimos una peli en la que salía la Alhambra. Les dije a mis hijas que tenemos que ir, que es una pasada. Lo primero que me preguntaron fue si en Granada «hay coronavirus». Les dije que lo hay en toda España. Así que tendremos que esperar.
No sé cuánto va a durar esto. No sé cómo va a acabar. Pero lo que tengo claro es que algunas lecciones ya las he aprendido. Cuando todo pase, no me voy a perder nada. Ni las palmadas en la espalda, ni los abrazos apretados, ni los viajes. Es posible que en la era D. C. (después del coronavirus) cambiemos nuestra manera de hacer las cosas, pero yo pienso hacerlas todas.