El Gobierno ha abusado sin rubor de las ya amplias potestades que le otorga el estado de alarma declarado el 14 de marzo y prorrogado por el Congreso en tres ocasiones sucesivas. En ello coinciden muchos juristas y políticos. Como también en la unilateralidad del Ejecutivo, que no ha intentado una colaboración efectiva ni con sus aliados, ni con la oposición, ni con las comunidades autónomas, que deben dar cumplimiento a lo que Sánchez y su sanedrín vienen decidiendo sin tener en cuenta a nadie.
Han sido esos abusos de poder (se hace lo que yo quiero) y esa unilateralidad (yo me lo guiso y yo me lo como) los que han llevado a Sánchez a una situación muy previsible, salvo para un soberbio incorregible: el hartazgo de los grupos del Congreso con la acción presidencial -pedir a la cámara un cheque en blanco para hacer luego su santa voluntad-, traducido finalmente en la amenaza de no renovar un estado de alarma del que el Ejecutivo hace mangas y capirotes sin apenas control parlamentario.
La respuesta del Gobierno ante el legítimo derecho de la mayoría del Congreso a no votar a favor de la extensión de una situación de excepción de cuya gestión ha sido excluido por completo resulta alucinante: proclamar que si no hay prórroga será el caos económico y social. Un respuesta inadmisible, pues la obligación de todos los gobiernos es precisamente evitar que el caos llegue a producirse, para lo cual deben trabajar con escenarios diferentes. Y uno posible cuando un ejecutivo solicita repetidamente la prórroga de un estado de alarma y desprecia al tiempo a quienes le entregan un poder tan descomunal es que antes o después no se le conceda: en ese caso, el Gobierno, lejos de chantajear al Congreso de un modo vergonzoso, debe tener prevista su actuación sobre la base de las leyes ordinarias.
Es jurídicamente discutible, por supuesto, si con tales leyes (sobre todo la general de salud publica del 2011 y la de medidas especiales en materia de salud de 1986) es posible mantener las limitaciones a la libertad de circulación de las personas, sin las cuales gran parte del plan de desescalada (que el Ejecutivo ha elaborado también sin contar con nadie) desaparecería. Pero si el Gobierno está convencido, según afirma, de que la prórroga del estado de alarma resulta jurídicamente indispensable, no hay forma de entender cómo, en lugar de impedirla por todos los medios, no ha facilitado la participación de los grupos parlamentarios del Congreso en el establecimiento del alcance y las condiciones que se aplicarán durante la vigencia de las sucesivas prórrogas, tal y como lo establece la ley orgánica que ya en 1981 reguló los estados de alarma, excepción y sitio.
Un gobierno que cuenta con el único apoyo seguro de 155 diputados sobre 350 y que ejerce su poder bajo el régimen excepcional de un estado de alarma no puede comportarse como si tuviera mayoría absoluta y actuase en una situación de normalidad jurídica y política. ¿Aprenderá hoy Sánchez ¡de una vez! esa lección?