Cuando, a raíz de la epidemia, empezaron a aparecer tutoriales que explicaban cuál era la manera correcta de lavarse las manos sonreí con la suficiencia de los enterados. Yo me he lavado las manos siempre como un profesional, porque me enseñó un profesional: mi padre. Cuando era niño me vio metiendo las manos debajo del grifo y sacándolas con la rapidez de un gato escaldado, y me dijo: «Así non é». Y entonces me explicó la cuidadosa mímica de los médicos -él lo era-, que a mí, en su elegancia, me pareció como la de los prestidigitadores. Y hasta hoy.
Además de que resultó un conocimiento útil, hace que me acuerde de mi padre cada vez que me lavo las manos. Así que últimamente pienso en él el doble de lo normal, yo diría que unas quince o veinte veces al día. Sobre todo porque, cada vez que me encuentro con las manos enjabonadas, miro mi cara en el espejo y constato que me he convertido en él, físicamente.
Ayer me acordé de un día de hace muchos años en el que llegó tarde a casa a comer. Me contó que había tenido un caso complicado: una joven toxicómana contagiada de sida a la que había que operar de urgencia en ginecología. «Y no solo tenía sida, también tuberculosis, gonorrea, sífilis, hepatitis…», y siguió recitando un catálogo interminable de enfermedades contagiosas como quien repite los ríos de España. Dejé de comer. «Había algunos compañeros que, considerando el riesgo y que estaba ya agonizando, aconsejaban no operar -me explicó mi padre-, así que me fui a la cafetería, a pedir voluntarios».
Me imaginé a mi padre golpeando un vaso con una cucharilla, como hacía cuando quería pronunciar un discurso en las comidas del santo de mi abuelo. Visualicé a las enfermeras y anestesistas, mirándose unos a otros con aprensión, pero levantándose en seguida uno a uno con decisión, como en las películas. Pero mi padre se había puesto ya a aplastar las patatas con el tenedor y ya no contó más. Para él la anécdota era una de tantas. Para mí era una oportunidad de decirle que era un valiente y que le admiraba, pero la dejé escapar como un bobo, por culpa de esa forma socialmente aceptada de la cobardía que es la timidez.
El caso es que acabo de ver que ya hay más de cuarenta mil médicos y enfermeros infectados con el coronavirus, y que pasan de cincuenta los que han muerto en acto de servicio. Es esta una expresión que ya no se usa, pero que debería, porque es exactamente eso lo que es: un acto de servicio, el cumplimiento de un deber que además es sagrado, porque a veces el médico es ya lo único que nos separa del dolor y de la muerte. Viví rodeado de esta rutina de lo solemne durante años, sin pensarlo mucho: además de mi padre, estaba mi abuelo -que había sido médico rural-, y el tío abuelo Pedro, muerto por contagio cuando atendía a sus pacientes en la gripe de 1918, y cuyo retrato, con expresión melancólica, presidía el salón de la casa de mi madre en Meira.
Todos ellos se me aparecen estos días en el espejo, mientras me lavo las manos ritualmente varias veces al día, después de tocar algún envase de la compra o las monedas que me han dado de cambio en el supermercado. Cuando veo la imagen de mi padre le pido perdón, le digo que era él quien tenía razón en casi todas nuestras discusiones y yo el que estaba equivocado. Y cuando veo a mi abuelo o al tío Pedro les doy las gracias. A ellos y a sus compañeros, médicos, enfermeros o celadores, a los que se ha enviado a luchar contra esta epidemia sin la debida protección, a los que están ahora en los hospitales y dormirán esta noche una guardia solitaria. Hasta que el vaho de vapor de la ducha vuelve borrosa la imagen, y la hace desaparecer.