Torre de control de ciudadano. Pasen conmigo. La Voz invita. Excitación. No es fácil elegir el rumbo correcto desde las tripas de un tornado. Y menos aún, desde tan aireada posición, diagnosticar cual expertos y avezados conocedores. Su enloquecido centrifugado regurgita órdenes, sugerencias, informes, ciencia más presunta que acabada. No hay hoja de ruta, oímos, casi todo es nuevo, el virus es un intruso sin pasaporte ni historia. Y todo se para. Y nuestro mundo muta en burbuja, un matrix alternativo, con el tiempo despistado, enfermo de irrealidad, pugnando por volver a su confortable prisión de física sin pretensiones: antes, ahora, después. Nostalgia de reloj de toda la vida. Nos empapa una ola de profunda incertidumbre, y, a menudo, de angustia, su silente pariente. Nada es firme, nada seguro. Pero esa incertidumbre no es neutral. Viene en valija de miedo: no es una duda cualquiera. Es ruleta que, a veces, aparca en calle sufrimiento; dolor, muerte, de propios y ajenos. Reaccionamos como podemos: escuchamos, leemos, hablamos, videoconvivimos. Nuestras percepciones, emociones, actitudes, prejuicios y estereotipos giran cabalgando los bordes del tornado. Destino, la náusea, la confusión. La amígdala límbica chorrea. ¿Cuánto, cuándo y hasta cuándo este mal? Y aplaudimos al viento del balcón, para exorcizarlo, y de paso bendecir a nuestros guerreros. Y hacemos una cosa y su contraria, nos ponemos las máscaras de la vida y nos las quitamos, vamos a la compra como nunca: deseando pagar. A la farmacia, como al cajón de los venenos. Oímos a políticos, líderes sociales, unos y otros científicos, y esquivamos a una turba de expertos que ahora saben todo, pero hace tres meses no sabían nada. Comunicadores intentando torcer el pulso al diagnóstico de sus comunicandos. Pero estamos muy bien diseñados. La evolución quizá haya hecho alguna chapuza que otra. Pero, sin entrar en detalles, ha hecho un gran trabajo. Y, ante el virus del temor angustiado, y frente al de la maligna incertidumbre, y frente a tantos otros, ella sí supo proveernos de un antídoto: la esperanza. Obedecimos la reclusión, pero un silbido de aire limpio nos trajo nuevas: preparados para escalar hacia abajo. Y con arrojo, un puntito de sana locura, y la gravedad de nuestra parte, bajamos... niños, mayores y regulares, a parques y jardines, ríos y playas. La puñetera vida llamando a la puerta, pidiendo paso, la única y la de siempre, ofreciéndonos tabla para surfear miedos y augurios. Imprudentes, algunos. Quizá hayan pecado. Pero no seré quien exija grandes penitencias. Fin de visita.