
Desde que cerraron el hospital provisional de Ifema, en Madrid, se me ha quedado dando vueltas en la cabeza la cuestión de los libros. En ese lugar, que, como se sabe, era a donde llevaban a los enfermos menos graves, había una biblioteca. La habían puesto en marcha unas enfermeras del Samur, a base de donaciones. Como siempre en esos casos en los que la selección la hacen la casualidad, la generosidad o la limpieza general, había allí un poco de todo: magníficas novelas, revistas de crucigramas, el delgado volumen de poesía cursi con una margarita seca marcando una página, los finalistas del Planeta -que son siempre mejores que los ganadores-, el segundo tomo solitario e inútil de un novelón del XIX, innumerables ediciones de El Quijote, y hasta el clásico libro robado de una biblioteca, que lleva todavía el nombre del que no lo devolvió escrito en la lista de préstamos…
Estos libros de Ifema, inevitablemente, acababan enfermando. Sus lectores tenían que lavarse las manos antes y después de leerlos, como si fuesen un objeto sagrado o venenoso -hay libros que lo son. Pero aun así las páginas se contagiaban-. Los libros se quedaban con su lector hasta que este fallecía o se recuperaba, con lo que se convertían a la vez en un acompañante y un talismán. Luego a estos volúmenes se los sometía a cuarentena, y pasaban catorce días amontonados en una esquina, como si se tratase de un nuevo «infierno» -que es como se llamaba antes a la sección de las bibliotecas en las que se guardaban los libros prohibidos-. Así, los libros y sus lectores, a poca distancia los unos de los otros, esperaban pacientemente el veredicto del tiempo en ese limbo de soledad, inquietud y aburrimiento que es la recuperación de una enfermedad infecciosa.
El caso es que ahora el hospital de Ifema ha cerrado. No es un cierre definitivo. Queda vacío en espera de si vuelve a ser necesario en los próximos meses. He visto imágenes y, como todos los lugares de sufrimiento -las cárceles, los campos de batalla, los hospitales- da más miedo así, vacío y en silencio. No creo en lo sobrenatural -ni siquiera en lo natural-, pero no me sorprendería enterarme de que los guardias de seguridad, recorriéndolo de noche con sus linternas, escuchen toses fantasmales.
Me he interesado por el destino de esos libros contagiados. Al parecer, muchos se han quedado allí, en el Control 15 del Pabellón 9, ordenados y desinfectados, junto con un montón de gafas donadas por el Colegio de Ópticos -resultó que muchos pacientes se habían ido al hospital sin las suyas-. Si los abriésemos al azar, esos volúmenes nos contarían lo que han visto: «…pero en cuanto llegó allí arriba le subió la temperatura a 39,5 grados, fiebre muy alta» (Thomas Mann, La montaña mágica); «…que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a los sanos enfermedad, sino también el tocar los paños o cualquier cosa que hubiese sido tocada por aquellos enfermos» (Boccaccio, Decamerón).
Esos libros también serán de los primeros en saber si las cosas han ido mal. Lo intuirán si notan que una mano caliente los abre de nuevo y una mirada febril se posa en el primer párrafo de la primera página. O si sienten que un lápiz titubeante completa un crucigrama que quedó sin acabar. «Río suizo de tres letras»: y una mano diferente, con una letra distinta, escribe el nombre de ese río tan conocido por todos los que hacen crucigramas, porque, por alguna razón, aparece siempre: «Aar».
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