Increíble e insospechado hace solo cuatro meses. Ahora, real y constatable. El covid-19 nos ha arrinconado en nuestras casas. Eso, los que tenemos hogar. Porque los homeless, siempre demasiados, sufren su obligada libertad sin ver pasar a alguien que les eche una moneda. Estamos replegados en nuestras trincheras, en nuestros cuarteles. Al descubierto están los catastróficos efectos sociales y económicos del virus asesino. Son miles en España -cientos de miles en el mundo- las vidas segadas prematuramente. En su vital estación otoñal, e incluso en la primaveral. Economías domésticas paralizadas, moribundas o muertas. Familias sin el suficiente o el mínimo sustento. Hambre. Nubarrones que amenazan tormenta. El obligado alejamiento físico de seres que necesitan o desean estar juntos produce llagas invisibles. Para ellas no hay remedio en farmacias. La escalofriante noticia de la desaparición del ser querido sin poder siquiera constatar el luctuoso hecho, sin despedida familiar y ritual, supone una puñalada trapera que desangra a toda la familia de la víctima y que deja huella roja en el árbol genealógico. No se destruyen edificios ni carreteras, es cierto. Pero todos, ahora ya no solo jóvenes y uniformados, libramos una terrible guerra. Una contienda desigual contra un enemigo invisible, presente, infiltrado por doquier, con armas y métodos nuevos, que nos hiere sin ninguna previsión ni provisión por nuestra parte.
Intermitentemente, los medios televisivos nos recuerdan los horrores de las dos grandes guerras del siglo XX. La Historia muestra la continua presencia de guerras de proporciones inferiores a las citadas. Eran adecuadas a su desarrollo técnico y geográfico, siempre injustas y destructivas.
A las guerras se asemejan las hambrunas de pueblos enteros. También, el abandono a su suerte en caso de enfermedades curables. Se les condena a muerte o a la inanición con la privación de los medios necesarios para la vida, accesibles a los más afortunados.
Detrás de todas estas calamidades está la malicia humana, su ambición, su egoísmo e incomprensión.
De diversa índole son las catástrofes naturales en diversas partes del globo. Algunas nos suenan. Incluso las hemos sufrido. Terremotos, tsunamis, volcanes, persistentes sequías, epidemias, etcétera.
Ante las aludidas catástrofes, unas y otras, ¿tiene algo que decir la filosofía? ¿Y la teología?
Es preciso sentar que la humanidad, igual que todo el universo, está en continua evolución. El estado de conocimiento actual en nada se parece al existente en siglos o milenios pretéritos. Los hombres y mujeres de la prehistoria o de hace un par de milenios consideraban milagros los hechos que hoy son normales o ya superados por la ciencia. Atribuían a seres sobrenaturales aquellos fenómenos, favorables o adversos, que estaban fuera de su alcance. Esta convicción abarcaba también las catástrofes naturales, siempre presentes en nuestro planeta. Esas ancestrales convicciones fueron recogidas y cristalizadas en las sucesivas religiones, con sus idealizados dioses, su peculiar moralidad, sus milagros, sus divinos castigos. Las religiones no solo orientaban a las personas individualmente. Ofrecían normas sociales idóneas en un mundo todavía no estructurado, al menos no como el nuestro. La inercia explica que aún hoy las religiones, cada una en su ámbito geográfico-cultural, sigan vigentes.
Otra consideración. La humanidad es vista cada vez más pequeña. Se aprieta en un puño. En relación al cosmos, apenas una mota de polvo. No abarcamos ni conocemos todo el universo. Nunca lo abarcaremos ni lo comprenderemos. Nuestra limitación es tal que incluso un virus cualquiera nos desconcierta, nos humilla, nos mata. Igual que los tsunamis.
Sin embargo, hay algo que distingue unas catástrofes de otras. La ética tiene mucho que ver con las catástrofes causadas por la voluntad de los humanos. A diferencia de cuanto en otro tiempo se dogmatizó, la razón está por encima de toda creencia. La ética está incrustada en la razón humana. Guerras, hambrunas y todos los egoísmos sociopolíticos son evitables. Sin esperar al armisticio, antes de la sangre, antes de la humillación, antes de la destrucción. El desarrollo cívico de nuestra fraternidad nos acercará a la paz y al bienestar común. Y la ética también nos empuja y nos obliga al conocimiento, cada día más perfecto y eficaz, de las fuerzas naturales, incluida la microscópica.
Yo celebro que, a diferencia de pasadas epidemias, en la actual pandemia no haya surgido algún mesías confundiendo a los crédulos con doctrinas pseudomísticas, culpándonos de nuestra desgracia y atribuyendo a los dioses el envío del coronavirus. Un relámpago de optimismo.