Como yo no sé cuánto son 3.000 millones de euros, deposito mi confianza en el ministro Escrivá, que es el hombre que más sabe de números y de gasto público en España. Si él diseñó el Ingreso Mínimo Vital, sus fondos y su reparto, de entrada lo doy por bien hecho. Y aunque no estuviera bien hecho, supongo que nadie duda a estas alturas de su necesidad. Lo escandaloso no es el coste de 3.000 millones en el país donde hay dinero para todo, incluso para tener 23 ministerios. Lo escandaloso es que, siendo la cuarta potencia económica de la Unión Europea y presumiendo de un maravilloso Estado de bienestar, tengamos 850.000 familias -subrayo: familias, no personas- que necesitan ese dinero vital porque no tienen otros ingresos. Veíamos ese número, e incluso mayor, en los datos del Instituto Nacional de Estadística, en su Encuesta de Población Activa, nos asombrábamos el día de su publicación y nos olvidábamos al día siguiente. ¡Qué digo! Nos olvidábamos al minuto siguiente.
Por eso doy una bienvenida cordial a esta forma de ayuda del Estado. Si el Estado no está para socorrer a los más necesitados, ¿para qué está? ¿Para dar subvenciones a los amigos del Gobierno? ¿Para pagar asesores sin límite ni control? La cantidad que van a percibir los beneficiarios -entre casi 500 euros mensuales y poco más de 1.000-- no va a sacar a ninguno de pobre. Pero al menos le permitirá comer. Supongo que hará disminuir las colas que se están formando en los comedores sociales y en los bancos de alimentos. Y supongo que aliviará las estadísticas de personas que viven en la pobreza extrema.
Se pueden hacer críticas, naturalmente. La patronal CEOE, por ejemplo, siempre reconoció la justicia de ese ingreso mínimo, pero propuso que fuese temporal, según las necesidades del perceptor, no permanente, como el Gobierno dijo desde el primer momento. Se entiende que un salario fijo disuade de buscar de trabajo y, por tanto, se convierte en un aliado de la comodidad y en menosprecio del esfuerzo. Es creíble. Hay zonas de España, y no quiero señalar, donde se hizo del paro un oficio. «Mi hijo trabaja en el paro», fue una frase que se hizo tópica. Y es que más vale algo que nada, dicen el conformista y el cómodo que muchos llevamos dentro.
Otros, singularmente de la oposición política, temen que el ingreso mínimo sea una forma de compra del voto con dinero público. El economista próximo al PP Daniel Lacalle lo acaba de calificar como «subvención a la obediencia». Y no falta quien ve un sistema de fomento del clientelismo. Si esa fuese la intención del Gobierno, sería, desde luego, impúdica. Espero que no. Espero que nadie haya tenido esa tentación y espero que ningún beneficiario se deje comprar.