Eppur si muove. Y, sin embargo, se mueve. Con el país empantanado en la crisis y los políticos peleando a cara de perro en el barro, unas 850.000 familias que no tienen donde caerse muertas serán socorridas. El Gobierno se ha movido y aceleró la implantación del ingreso mínimo vital, uno de sus compromisos programáticos. Pero también se han movido los implacables inquisidores de la derecha: ya no le exigen a Galileo que abjure de sus ideas bolivarianas, sino que las asumen como propias. El PP afirma ahora que la idea era suya y que la medida -la «ocurrencia populista» y «ruinosa» que denunciaba Pablo Casado- ya existe en varias autonomías donde gobierna. Incluso Vox comienza a tolerar esa «paguita vitalicia», extraída de la «agenda socialcomunista», que equiparaba a las cartillas de racionamiento.
Cómo cambió, para bien, el cuento y las cuentas. En febrero del 2018, PP y Ciudadanos -Vox aún no existía- tumbaron en el Congreso la renta básica universal. Rechazaron una iniciativa legislativa popular, respaldada por 700.000 firmas, que manejaba cuantías y estimación de beneficiarios similares a las de hoy: ayudas de 426 euros para 2,1 millones de personas. En aquel momento, indicaba la exposición de motivos de la iniciativa popular, había en el país cientos de miles de hogares sin ingreso alguno, tres millones de españoles atrapados en la «pobreza severa» y uno de cada cuatro niños en la antesala del hambre.
Recordemos la fecha: febrero del 2018. La recesión quedaba atrás, la economía marchaba viento en popa y Rajoy alardeaba de que España crecía más que nadie. Y recordemos los argumentos para oponerse a la iniciativa. Los sintetizó con meridiana claridad el secretario de Estado de Presupuestos, Alberto Nadal: la renta básica era una bomba de relojería que «acabaría con la Hacienda pública española». Galileo, a la hoguera.
La Hacienda pública se derrumbó, pero no por la renta básica, sino por el coronavirus. Curiosamente, los padres del argumento catastrofista plegaron velas e iniciaron un giro copernicano. Los exministros De Guindos y Montoro, para desconcierto de Casado y de Ayuso, se mostraron proclives a una «renta mínima de emergencia». Eso sí, de vigencia temporal como la pandemia. Pensaron quizás que, una vez descalabradas las cuentas, de perdidos, todos al río.
Los gobiernos autonómicos exigen ahora la gestión del ingreso mínimo vital. Felicitémonos por esa demanda. Primero, porque es razonable: garantizada la igualdad de acceso de todos los españoles, e idénticos los baremos y requisitos exigibles a una familia de Cuenca que a una de Lugo, la gestión debe ser de proximidad. Y segundo, porque la reclamación, en boca de presidentes autonómicos del PP, reconoce implícitamente que la renta básica ha llegado para quedarse. Nadie osará derogarla en el futuro. El PP tarda en caer del caballo, como indica la experiencia -divorcio, aborto, matrimonio homosexual-, pero, cuando se da de bruces contra el asfalto, abraza el nuevo credo con la fe del converso.