El conflicto de la violencia racial es un problema recurrente de difícil cuando no imposible solución. En sociedades como la de EE.UU., donde la diversidad racial tiene un origen tan traumático como la esclavitud, y la igualdad ha requerido superar una cruenta guerra civil y siglos de discriminación, los estereotipos negativos y la preeminencia económica y social de una raza sobre otra son lastres difícilmente erradicables. Y ello pese a que ya en 1955 la resistencia pacífica como método de protesta, además de suponer el arresto y condena de dos jóvenes afroamericanas como Claudette Colvin y Rosa Park por negarse a ceder su asiento a personas blancas, les permitió ganar una demanda para abolir la segregación en los autobuses de Montgomery, capital de Alabama, y dar voz al Movimiento por los Derechos Civiles.
Un movimiento que cogería impulso de la mano de un personaje tan carismático como el Premio Nobel de la Paz Martin Luther King Jr., quien, a su vez, consiguió que en 1964 se aprobara la ley de los derechos civiles y al año siguiente la del derecho al voto. Hubo muchas otras voces que, desde entonces, de manera pacífica, se han alzado por la igualdad, y ha habido muchas personas afroamericanas que han logrado llegar a los más altos puestos de gobierno del país, como Barak Obama, que fue presidente de Estados Unidos del 2009 al 2017; Condolezza Rice, secretaria de Estado del 2005 al 2009, o Colin Powell, presidente de la junta de jefes de Estado Mayor de 1989 a 1993. Pero lo cierto es que la pobreza, la criminalidad y la exclusión social siguen cebándose con los no blancos.
La muerte del afroamericano George Floyd bajo custodia policial el pasado 25 de mayo en Minneapolis, ha sido la chispa que ha vuelto a encender la indignación de una sociedad sometida a gran tensión por la crisis económica derivada del coronavirus y el durísimo enfrentamiento político en año electoral, pero sobre todo por la actitud beligerante de blancos como Trump y la pervivencia de la discriminación racial y el trato desigual.