El otro día fui con el pequeño Martín a que nos cortaran el pelo. Era la primera vez desde el confinamiento. La conversación casual no es mi fuerte, por lo que la peluquería siempre me ha intimidado. Recuerdo con especial angustia a un barbero que me cortaba el pelo en la época que pasé en Salamanca y que, con la navaja en la mano y la amenazadora solemnidad de tribunal de oposición, preguntaba antes de empezar: «¿Fútbol o toros?».
De modo que, si siempre me ha resultado intimidatorio el ritual del corte de pelo, ahora, con la bata blanca y las mascarillas, me pareció decididamente quirúrgico. Había allí el silencio espeso de un número de trapecistas. Primero fue Martín. O el que yo suponía que era Martín, pero de lo que no tuve una certeza absoluta hasta que el peluquero empezó a podar una gigantesca bola de pelo y fue emergiendo la cara de un niño de cuatro años y medio que exclamó: «¡Papá!».
Luego me tocó a mí. Esta vez lo disfruté. Siempre me ha interesado esa secuencia que observa uno en el espejo de la barbería: un tipo que nos resulta familiar se va convirtiendo en otro que no veíamos desde hacía un mes. Solo que en este caso habían pasado tres meses y yo no reconocía ni al de antes, ni al de ahora. Los dos se me parecían, pero decidí tomarlos por parientes, y no muy cercanos. Quizá los que tengo en México y que no veo desde hace décadas.
Acunado por el cuchicheo de las tijeras, meditaba en la siguiente cuestión científica: el pelo es un registro de nuestra vida. Crece a razón de algo más de un centímetro al mes, así que estudiando su composición se puede saber qué hemos comido en los últimos meses. Por los índices de deuterio se puede saber hasta dónde hemos estado, porque sus cantidades revelan qué tipo de agua de grifo hemos estado consumiendo, aunque sea en un café. E, incluso en estos tiempos de globalización alimentaria, el carbono-13 de nuestro pelo permite conjeturar de dónde somos: los portugueses, por ejemplo, tienen mayor señal isotópica que, por ejemplo, los finlandeses, porque comen más marisco, y vegetales y granos cultivados en climas más cálidos.
Recuerdo haber leído un artículo en una revista sobre esto, precisamente, mientras me cortaba el pelo un día: en una base norteamericana de Bagdad se había analizado el pelo cortado a los soldados y se había podido determinar quiénes habían bebido agua mineral embotellada en Europa y quienes agua embotellada en Arabia Saudí. Luego se detallaba la intriga arqueológica de una momia inca, cuyo cabello mostraba que los meses anteriores a su muerte los había pasado al nivel del mar, muy lejos del pico andino donde la habían encontrado. Y el mismo artículo también contaba, una vez más, cómo se supo que Napoleón había muerto envenenado con arsénico, analizando un mechón de su pelo.
Entonces el peluquero acabó, y me quedé mirando los mechones que cubrían el suelo. Me inspiraron dos pensamientos melancólicos: que cada vez son más grises, y que allí quedaba el registro de estos tres meses de confinamiento. Hice el cálculo mejor y me di cuenta de que no. Lo que quedaba allí eran más bien los meses inmediatamente previos al confinamiento. El peluquero barrió el suelo, y allá se fue la dulce vida de antes de la pandemia.
A la mañana siguiente, el pequeño Martín vino corriendo a despertarme. «¡Papá, sigo teniendo el pelo corto!», decía. Los niños y su sentido del tiempo. Luego me miré yo en el espejo para afeitarme y seguía sin reconocerme del todo. Quizá eso es lo que pasa: que con el tiempo nos vamos convirtiendo en nuestros propios parientes lejanos de México.
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