En un afán por negar o renegar de las realidades históricas y sus interpretaciones, la hemos emprendido con las estatuas. Empezamos por el declinado de aquella de Antonio López, primer Marqués de Comillas, asentado él y su estatua en Barcelona. Pero fueron escasos quienes quisieron explicar que era un producto de su época, donde no estuvo solo. Cierto, negrero y esclavista, como otros, pero obviando siempre que la sociedad mayoritaria y las clases dirigentes de aquel tiempo también lo eran. Y desmontada ya la estatua, desaprovechando tiempo y ocasión para explicar el alcance de la esclavitud y de sus defensores, que impidieron su abolición hasta 1866. Practicando un juego de intereses al más estricto estilo de los lobbies actuales, por más que se hubiera ilegalizado el esclavismo ya en 1820 por el tratado de Fernando VII con el Reino Unido. Esclavizando, en esos 46 años de ilegalidad última, a más de medio millón de africanos que los negreros españoles trasladaron a América. Esclavitud que alcanza al Brasil de nuestros días, según Lula da Silva.
Sostenido todo ello en el racismo, por más que el homicidio en Minneapolis de George Floyd y el resurgido movimiento antirracista hayan activado una «condena de la memoria», tan romana. Alcanzando también a Fray Junípero Serra y sus estatuas, acusado ahora de racista tan lejos de lo que su hagiografía, en aquellas Vidas ejemplares de la editorial Novaro, nos había transmitido en la niñez.
Poco dado a símbolos, guardo memoria de la estatua de Lenin en Akademgorodok, en Siberia. No resistió mucho tiempo en aquel singular espacio de libertad, soviética. Las estatuas, también las ideas, tienen su tiempo. Derribarlas forma parte de la evolución o la rebelión de los pueblos frente a la opresión. O pueden tener acomodo en la historia si encuentran acogida en ciudades y espacios que uno no puede dejar de reconocer como propios. Así tengo para mí la de Alfonso IX y su caballo, que señorea en el val Miñor. O aquellas compostelanas, enraizadas en la vida, de Rosalía de Castro mirando a la carballeira de Santa Susana, y de Don Eugenio Montero Ríos en Mazarelos, a la espera de su biografía. También la recién llegada, por la mano de Ramón Conde, de Alonso III de Fonseca. Reflexiva, entre rododendros y azaleas, en el claustro de Fonseca.
Estatuas que perviven como las hogueras y la noche de San Juan aun cuando, en este bisiesto 2020, uno debe conformarse con un olor de humaredas, el ramallo para el agua, la magia matutina de la clara de huevo, y la música de Ennio Morricone en La Misión, 2Cellos. Por más que en Galicia anden en elecciones.