Pues yo quiero que Puigdemont regrese de Waterloo. Creo que los españoles tenemos derecho a disfrutar de un personaje tan divertido, y no dejarlo con los belgas, que ni le entienden el humor, ni le valoran el peinado. Yo creo que a los belgas ni siquiera les gustan los Beatles. En cambio aquí podrían hacerle un sitio en alguno de los numerosos programa de televisión de famosos que hacen el tonto. Uno, al ver a Puigdemont, se da cuenta de que hay que dejar que cada persona siga su vocación. Detrás de cada humorista hay una infancia incomprendida, un rosario de collejas y de visitas al despacho del director, en los casos más extremos la expulsión del colegio, la huida del país. Pero al final llega el éxito. El éxito de un humorista se alcanza cuando se convierte en personaje, cuando hace reír con su propia presencia, como Roberto Vilar o Touriñán, que ya no necesitan hablar para que nos tronchemos.
Hay en cambio personas a las que les pasa lo contrario, que reciben insultos y risas sin motivo, y respiran hondo y siguen haciendo lo que creen que deben hacer. Ya saben que hablo del alcalde de Madrid, que pasó de tener cara rara a ser el político más querido de la capital, querido también por los que votan a sus oponentes y detestan a sus correligionarios. Y él hace lo contrario que Puigdemont: evita hablar de sí mismo y reparte los elogios entre todos sus compañeros, también los de la oposición. Este no quiere nadie que se vaya, y en cambio nadie quiere que vuelva Puigdemont. Nadie menos yo.