Uno de los aspectos que confío en que se reconduzca tras la crisis estructural que ha supuesto el coronavirus es la llamada «obsolescencia del mercado», o lo que es lo mismo, esa lógica del consumismo que hace que las cosas tengan una vida con fecha de caducidad sietemesina.
La obsolescencia del mercado, junto con la imposición de la variedad, el bombardeo por tierra, mar y aire de anuncios y publicidad y la permanente incitación del deseo impulsan hacia un consumo desaforado y efímero que tiene unos efectos colaterales desastrosos.
No se trata solo del hecho de verte obligado a comprar el último ingenio porque el anterior ha quedado obsoleto -cuyo ejemplo más palmario son los teléfonos móviles-, donde, por más que te resistas a cambiar el que tienes, te acaban obligando con solo modificar un detalle en los sistemas operativos que hacen que el tuyo ya no pueda funcionar con ellos, o dejen de fabricar carcasas para él porque la de los nuevos modelos tiene el agujero del auricular en otro ángulo.
Lo mismo pasa con todo el espectro de la informática, donde Windows se reproduce en generaciones que duran apenas un par de años, obligándote a comprar el último sistema operativo cuando el anterior resulta incompatible para según qué cosas.
Pasa con los coches, donde el mismo modelo sufre pequeños retoques -restylings, les llaman- cada año, haciendo del tuyo una antigualla a extinguir porque deja de haber recambios. Esta lógica del usar y tirar, que se expande incluso a las relaciones personales, es insostenible. Insostenible porque supone un aumento exponencial de los desechos que acaba provocando avalanchas en vertederos y destrozando un medio ambiente que ya no puede engullir más basura.
El confinamiento nos ha demostrado cómo una disminución del consumo rejuvenece el planeta y sanea la cuenta corriente del consumidor. Y no entro en detallar el tour de force que supone tener que encontrar en los lineales del hipermercado la coca-cola o el yogur que llevas consumiendo toda la vida entre decenas de variedades que no aportan nada más que el exotismo de la «novedad» que acabará desapareciendo en unos meses; un pruébalo hoy y si te gusta olvídate, porque mañana viene otra cosa.
Quesos con especias extrañas, embutidos grotescos, zumos, tónicas y cervezas de sabores imposibles, leche con todo tipo de adjetivos y soja, mucha soja. Todo aderezado de supuestos beneficios para la salud certificados por el departamento de márketing. El engañoso negocio de la alimentación «saludable» ha experimentado un crecimiento exponencial en consumo y precios.
Mucha tontería inducida que hace bueno aquello que me decía un viejo mecánico y que es extrapolable a todos los males de consumo actuales: «Estos coches no valen ni para ser antiguos».