Yo tengo que reconocer que no me gusta el fútbol más que cuando el Deportivo gana (partidos, copas, ligas), es decir, ya nunca. Creo que es porque no lo entiendo, no sé de tácticas, estrategias o jugadas ensayadas. Vamos, soy bastante burro, qué le vamos a hacer. Pero en cambio sé que es un mundo fantástico, lleno de pasiones (ambición, poder, valentía, ruindad...) como un drama de Shakespeare, con poco Hamlet y mucho Macbeth. El fútbol pertenece al mismo mundo que las religiones y las patrias, que los himnos y las banderas, que la guerra del Peloponeso. Apela a los sentimientos más primitivos y más extremos. Por eso esta historia, en la que los protagonistas tebanos son una estirpe bregada en mil batallas, con horribles cicatrices, en que la chica pide justicia con firmeza, en que los guerreros que no cuestionan el mando se avergüenzan de tan inesperado protagonismo y saludan a sus novias o a sus madres desde la ventana del hotel del fin del mundo por la televisión, me resulta una historia fascinante y hasta necesaria. Descubro por ejemplo que bajo la fiesta feliz de las divisiones nacionales hay un infierno de sudor y sangre, de barro y patadas, de marrullería, y que caer ahí para quien ganó una copa es como mandar a Justin Bieber a la cárcel de Alcatraz. Un lugar de donde nunca se sale. Pero lo que más me fascina de la historia es que existe una ley para que todos jueguen a la vez las últimas jornadas, una ley que reconoce que un equipo puede no siempre querer ganar. Vaya.