Es cierto que normalmente no le hacemos caso a las otras violencias, a las que se viven silenciosamente cuando un jefe se pasa de la raya o un compañero nos afea a gritos un trabajo. Hay portazos, broncas y salidas de tono que mucha gente sufre, calla y aguanta como si formaran parte de la rutina de los profesionales. Pero ni aquellos sobeteos a las mujeres que se vivían hace años (y aún se padecen en algunos ámbitos) son aceptables ni lo son tampoco las malas formas que muchos practican para hacerse valer. La debilidad de la falta de control no se tolera. Así que ojito con esos abusos y con ese desprecio autoritario de quienes echan fuego por la boca o que sibilinamente van armando contra los demás. La última en ser denunciada ha sido la presentadora norteamericana Ellen DeGeneres, que lejos de ser esa tía guay, simpática y comprensiva que maneja admirablemente los ritmos del show, se ha delatado como una persona tóxica para la gente de su equipo. Ellos la acusan de ser racista y de haber generado una dinámica de miedo en lo que advierten como una terrible cultura del trabajo por comentarios inapropiados y represalias tras haber cogido días libres por problemas médicos o familiares. DeGeneres ha pedido perdón en una carta que acaba de hacer pública en la que asegura que intentará ser mejor, pero de poco le servirán las disculpas ahora para lavar su imagen. Los tóxicos, antes o después, se acaban envenenando.