Se ha repetido tantas veces que parece ya un tópico, aunque acaso no sean muchos quienes lo recuerden en estos días: el rey Juan Carlos contribuyó decisivamente a la transición política que, desde un régimen autoritario, condujo al mayor período de estabilidad democrática, libertad e igualdad de toda nuestra historia contemporánea. La monarquía parlamentaria bajo la soberanía del pueblo fue posible porque él no solo aceptó despojarse de los inmensos poderes que como jefe de Estado recibió el 22 de noviembre de 1975, sino porque contribuyó activamente a ese tránsito. Y luego, defendió siempre nuestro sistema constitucional cuando este estuvo en crisis o gravemente amenazado, como sucedió la noche del 23 de febrero de 1981. Bajo su reinado, España ratificó los más importantes tratados de derechos humanos e ingresó en la Unión Europea, equiparándose, en el terreno político y moral, a las naciones más avanzadas del planeta. La imagen internacional de nuestro país cambió por completo, y nadie mínimamente objetivo puede negar que la actuación del monarca tuvo un peso decisivo en ese cambio. Don Juan Carlos supo asumir en todo momento su función constitucional como «símbolo de la unidad y permanencia» del Estado. Y también entendió perfectamente su función arbitral y poder moderador, que le impedía cualquier toma de postura en el ámbito político, salvo aquellas necesarias para posicionarse al lado de los valores y principios constitucionales, que supo defender con claridad y eficacia, sin dar un paso más -pero tampoco uno menos- de lo que su función le permitía y le exigía. Siguiendo el clásico adagio, supo «ser consultado, animar y advertir».
Desde luego, Juan Carlos I cometió también errores, y por lo que parece la mayoría afectaron a su actuación privada, aunque, como cabe esperar en un monarca, también estos tienen repercusión pública. Con todo, consciente de la mala imagen ofrecida, supo en su momento disculparse públicamente de una forma más clara y directa que ningún otro personaje público, y también ha sabido, cuando la situación lo aconsejaba, dejar el trono en el momento y de la manera más beneficiosa para su hijo, para la monarquía y para España. Por último, ya apartado de sus funciones constitucionales, cuando determinadas circunstancias lo han hecho conveniente, y sin duda de acuerdo con su hijo Felipe VI, ha sabido, una vez más, de forma discreta y callada, tomar una decisión adecuada, aunque sin duda personalmente dolorosa. El tiempo aclarará los hechos, pero en este momento, sin que conste formalmente ninguna imputación, goza plenamente de la presunción de inocencia. En cualquier caso, valorando globalmente su reinado, creo que, con sus sombras y sus luces, Juan Carlos I pasará a la historia como el mejor jefe de Estado de nuestra Edad Contemporánea, y el símbolo más explícito de nuestra época más brillante. Ciertamente, los valores constitucionales representados en la monarquía parlamentaria no dependen de una concreta persona y sus actuaciones; pueden permanecer, adaptándose a las circunstancias, en estos tiempos convulsos. Que ello suceda dependerá del pueblo soberano y de sus representantes.