El turista que ha venido al fin del mundo se dispone a comer el último percebe de este año apocalíptico. Le dicen que, aunque marzo es el mejor mes para comerlos, hasta finales del verano están aún en sazón. Sabe que es un mal momento para la macroeconomía del turismo y para la microeconomía del turista, pero se permite un homenaje, pues valora tanto la relación calidad-riesgo como la relación calidad-precio.
De entrada, tuvo que comunicar de dónde venía y adónde iba, notó la bienvenida de hosteleros, hoteleros y caseros, percibió también la cautela de los vecinos, que en años anteriores le miraban como un inefable portador de beneficios y estos días le observaban como un potencial portador de virus. Pasadas dos semanas preventivas se ha ido imponiendo la convivencia; unos y otros han ido asumiendo que lo primero es la salud y lo segundo la economía... sumergida. Al final, el turista reserva mesa en una vieja fábrica de salazón rehabilitada como restaurante de moda, donde ha de demostrar que, además de turista, es viajero, pues se interesa por la cultura local, aprendiendo a comer percebes.
Pide que le cuezan en agua marina unos percebes de sol del Roncudo, de esos cortos y gordos que huelen a algas y que cuesta apañar con ferrada y troeiro, porque están en puntos fronterizos donde el mar ataca y la roca se defiende, no como los larguiruchos percebes de sombra marroquíes, despreciables no por foráneos sino por insípidos. El turista, que hasta hace poco pensaba que el percebe era un molusco y no un crustáceo, más parecido al mejillón que a la cigala, ahora aprecia los restos de roca en el pie del pedúnculo y los restos de coral rojo en la cabeza nacarada. Comprueba que se mantienen tibios, tapados por un paño bordeado con encaje de Camariñas, hasta que los descubre como un tesoro.
Ya es capaz de separar cabeza de pedúnculo sin que la víctima lance un chorro traicionero a su polo de marca. Sujeta la cabeza del percebe con una de sus manos, rasga un poco la piel justo debajo de la misma con la uña del pulgar de su otra mano, da un giro, enérgico pero controlado, a ambas manos en dirección contraria hasta decapitar al percebe. Separa la cabeza del cuerpo, separa la piel del pedúnculo de la carne, succiona despacio y brinda por volver a Galicia, por la abundancia del percebe y por la extinción del virus. Quizás no sea optimista por naturaleza, ni espere demasiado del fin del mundo, pero se niega a creer que el último percebe sea el último.