Fueron 22.000 millones de euros. Bankia, el rescate bancario más caro de la historia de España. Se sufragó con un préstamo europeo «en condiciones muy favorables» -que ascendió a 42.000 millones de euros- y se devolvió con recortes del gasto público en partidas como la innovación o la protección social, laminando el potencial de crecimiento de la economía española y empobreciendo a las familias más humildes. Prometieron que nunca se volverían a asumir riesgos morales de ese calibre. Se saneó y se le buscó comprador. «La alternativa de no haber hecho nada hubiera sido más costosa», justificó esta semana el por entonces ministro de Economía, Luis de Guindos, tras el anuncio de su fusión con CaixaBank. Y tiene razón. Su caída habría obligado al Estado a desembolsar tres veces más dinero para garantizar los depósitos. No se recuperará ni la mitad de esos fondos, según el Banco de España.
Ahora bien, sería deseable que se aplicasen esos mismos criterios economicistas -los que apuntaban a que era mejor no dejar caer al sistema financiero-, en el contexto de esta crisis. ¿No será más costoso a largo plazo tener que cerrar los colegios por rebrotes, por ejemplo, que invertir fondos en contratar personal? Como suele ocurrir en los países con economías más frágiles, apenas se le da importancia a la educación temprana de los niños. No es una prioridad en el gasto, a pesar de que las grandes desigualdades sociales se empiezan a forjar en la infancia. Esas desigualdades se traducen en exclusión, en abandono escolar y en un mercado laboral precario y poco resistente a cualquier sacudida económica.
El Gobierno -y comunidades autónomas- prometieron «rescatar» empresas y hogares, como hicieron con las entidades bancarias, sin «dejar a nadie atrás». No hay nada más moral que salir en su auxilio. Sin embargo, el dinero no llega. No le llega a los sanitarios, no llega a los colegios, no llega a las familias que llevan seis meses agonizando sin ingresos, a la espera de la renta mínima.