Por tres vías nos entra el maldito virus. La primera, contacto con una superficie contaminada, parece la menos probable. Entre la segunda, chorro de pequeñas gotas procedentes de un individuo positivo que nos ha estornudado o tosido encima, y la tercera, chorro de gotas aún más pequeñas que se expanden por el aire cuando un interlocutor positivo y desaprensivo respira o habla, no sabemos cuál es peor. Esas partículas diminutas en suspensión, a modo de aerosol, se multiplican y multiplican sus efectos infecciosos cuando, en vez de hablar, gritamos. ¡Y los españoles hablamos a gritos!
Es propio de nuestra idiosincrasia, de nuestra cultura, de nuestra incultura. Es una generalización de la cual nos damos cuenta cuando viajamos al extranjero, sobre todo a países de cultura germana o escandinava; apenas notamos diferencia cuando viajamos a otros países mediterráneos o latinoamericanos, en los que los gritos están al nivel de la contaminación acústica por exceso de tráfico. Hacemos vida en la calle. Gritamos en la calle porque queremos que nos vean y nos oigan. Hacemos vida comunitaria. Gritamos en los patios de vecindad y en las casas. Los padres gritan a los hijos, delante de los demás; los hijos gritan cada vez más a los padres; los padres ya no dicen a los hijos que no griten; los hijos gritan porque gritan los padres y viceversa.
Podemos decir que gritamos porque tenemos la razón y queremos que se enteren los prójimos o porque somos muy extrovertidos y extravertidos, ordinarios y extraordinarios. Sin embargo, en los tiempos que corren, la tensión ambiental aumenta. Con la pandemia gritamos más. Lo malo es que, si gritamos más, contagiamos más.
Todavía hay controversia científica dentro de la propia OMS sobre el contagio, pero la expulsión de partículas microscópicas cuando gritamos es cuarenta veces mayor que cuando hablamos en tono normal. Si entre ellas viaja el virus, es cuestión de probabilidades. El virus prefiere el ruido al silencio. Aunque no sea fácil vocalizar con la mascarilla, gritar sin ella, en espacios cerrados y poco ventilados, es cuanto menos una temeridad. Y, ya puestos, ¿por qué no dejamos de gritar en cualquier parte?