La Constitución es taxativa: el mandato del Consejo del Poder Judicial expira a los cinco años. Hace dos años, por tanto, que el gobierno de los jueces se encuentra en funciones. Una amplia mayoría del Congreso -187 diputados- exige que se cumpla la carta magna. El PP veta la renovación. El PSOE y Unidas Podemos intentan remover el pedrusco de bloqueo con la única palanca legítima de que disponen: la modificación de la ley orgánica de 1985. Las derechas ponen el grito en el cielo: el Gobierno pretende tomar la justicia por asalto. Y anuncian, preventivamente, una batería de recursos de inconstitucionalidad.
La razón del bloqueo resulta evidente. El PP tiene -o cree tener- el control de los órganos jurisdiccionales clave. En el Consejo o en la Sala Segunda del Supremo hay más jueces conservadores que progresistas. El PP no está dispuesto, por una minucia constitucional, a negociar su preciado y último reducto de poder. Menos aún cuando gran parte del negocio político -querellas por la pandemia, caso Dina o cloacas del Estado- se dirime en los tribunales.
Pero hay todavía otro considerando a favor del bloqueo: el percal de los jueces. No son de fiar. Los nombras por su talante conservador o progresista y al día siguiente se creen «independientes», simplemente porque así lo dice la Constitución. Muchos muerden la mano, popular o socialista, que les dio de comer. El PP ya ha sufrido numerosos escarmientos en este sentido. Nombra vocal del Consejo del Poder Judicial a Grande-Marlaska y el desagradecido se va de ministro con el felón Pedro Sánchez. Catapulta a la presidencia del Tribunal Constitucional a Pérez de los Cobos y este, aunque mantiene el carné del PP en la cartera, refrenda con su voto la constitucionalidad del matrimonio homosexual.
El último desengaño se produjo en el 2018. PP y PSOE pactan el nuevo Consejo: once vocales para los socialistas, diez para los populares y Marchena de presidente. Ignacio Cosidó, portavoz del PP en el Senado, explica por wasap las bondades del acuerdo: «Obtenemos lo mismo numéricamente» y el presidente controlará «por la puerta de atrás» el juicio del procés. El conservador Marchena, indignado, da el plantón con un argumento irrebatible: «Jamás he concebido el ejercicio de la función jurisdiccional como un instrumento al servicio de una u otra opción política». Pablo Casado respiró aliviado al escucharlo: de buena nos hemos librado, otro que nos hubiera salido rana. El líder del PP se propuso entonces abrazar la regla ignaciana y no hacer mudanza en tiempo de desolación. Y echó el cerrojo.
Ahora se discute la legitimidad del cerrajero que intenta desatrancar la puerta. Recordaré al respecto un detalle curioso. La ley orgánica que el Gobierno pretende modificar para «asaltar la justicia» fue aprobada por los socialistas en 1985. El Grupo Popular se opuso frontalmente y la recurrió sin éxito ante el Tribunal Constitucional. Treinta y cinco años después amenaza con recurrir, no la ley que ya asume como biblia intocable, sino su reforma. Rocambolesco.