El coronavirus puede no solo hacer daño a la salud física, sino a la de la razón y a la del alma. La obsesión, que deseca la sociedad de conversación, de cultura, de planes y actividades. Yo por eso aquí procuro hablar poco del bicho y les cuento cosas diferentes, en general vistas con los ojos de quien lleva a la espalda un saco de libros -por eso escribo tan breve, para acabar pronto y depositar la carga en el suelo-. Opinadores hay más brillantes que yo -sin pasarse, ¿eh?- que analizan agudamente las novedades, las cifras, los horarios, las limitaciones, las pérdidas. Cronistas de la hecatombe. Y yo, que a veces también, para disimular, porque es lo que ahora toca y no quiero que me echen de mi columna, procuro hablarles a ustedes de cosas como naufragios y ballenas, por ejemplo.
Mi amigo el escritor Óscar Esquivias, nacido en el irreductible Gamonal burgalés, anda estos días escuchando a Luis de Pablo en el Museo Reina Sofía y buscando imágenes de caras en las superficies más extrañas. Óscar, que es un espíritu puro y, como Antonio Machado, bueno, también es un hombre sabio y un mago de las palabras, como lo eran Cela y Cervantes, y nos va contando a sus amigos etimologías de palabras cotidianas a las que se acerca con la confianza de no recibir un mordisco. Como esos educadores de perros de la televisión. Óscar tiene la actitud de aquellos crucificados tan simpáticos que miraban hacia el lado luminoso de la vida. Y la magia, aprendida del Gran Asís, de encontrar la flor en el fango.