Aunque la política, incluso la democrática, es las más de las veces intereses y estrategias -con frecuencia poco edificantes para hacer efectivos los fines perseguidos- no puede prescindir en última instancia de un cierto anclaje en la moral -en la ética, si se prefiere- pues de lo contrario acaba sucediendo que todos los fines justifican sin excepción todos los medios, de modo que, como sostenía hace dos días en un artículo extraordinario mi querido amigo Félix Ovejero (Escribir después de Sánchez), acaba por no haber diferencias entre la política y el hampa.
Es, de hecho, la presencia o ausencia de tal anclaje moral el que permite distinguir entre el pluralismo político, sin el que la democracia es imposible, y esas diferencias insuperables que llegamos a sentir con quienes están convencidos de que vale todo para llegar al poder o conservarlo. Porque una cosa es no coincidir en las ideas y otra muy diferente diferir en los límites entre lo que nos parece políticamente admisible y lo que consideramos moralmente inaceptable. Decía Chesterton que los hombres no tienen grandes diferencias en relación con lo que entienden que está mal, pero sí respecto de lo que consideran males excusables. Esa regla general, que quizá rige en la vida social, no lo hace sin embargo en la política, donde en ocasiones el salto entre los que unos y otros creemos indecente es realmente sideral.
Hace dos días el exetarra Arnaldo Otegi anunció el apoyo de EH Bildu a los Presupuestos del Estado e Iglesias no tardó en celebrar ese acuerdo histórico, que, por ignominioso, lo es sin duda, con un tuit que lo dice todo sobre el líder de Podemos: «La disponibilidad de la EH Bildu para votar sí a los PGE es una buena noticia. Demuestra responsabilidad y compromiso para avanzar con políticas de izquierdas. El bloque de la investidura se refuerza y será de legislatura y de dirección de Estado».
Nada diré de las acciones de Otegi, pues carece de todo interés criticar moralmente a un sujeto que sigue manteniendo su más profunda convicción: que fue legítimo asesinar durante medio siglo a quienes se oponían a los objetivos que decían defender él y sus compinches. Sería como hablar mal de un veneno por matar. No, el problema no es Otegi, sino Iglesias -el vicepresidente segundo del Gobierno de una democracia europea-, que proclama tan feliz y tan tranquilo su satisfacción por incorporar a ¡la dirección del Estado! a un partido ¡de izquierdas! que sigue sin condenar las miles de acciones criminales de la banda terrorista de la que el dirigente de Bildu formó parte hasta su desaparición, entre ellas las que costaron la vida a las 857 personas que ETA asesinó. Iglesias, víctima otra vez de una de las trampas que le tiende su falta de escrúpulos morales, ha confundido ahora el olvido con la justificación de lo olvidado (conocida formulación de Theodor Adorno) y al elevar a un desaprensivo a hombre de Estado ha rebajado al Gobierno socialista a un nivel de infamia que nada tiene que ver con la política y todo que ver con la moral.