
Aunque ya el pasado 14 de octubre realicé en estas páginas de La Voz de Galicia el pertinente comentario sobre la trascendente sentencia del Tribunal Supremo, de 1 de octubre de 2020, en la que se fijan los requisitos para la obtención de una autorización judicial de entrada y registro del domicilio constitucionalmente protegido de los contribuyentes, la avalancha de acontecimientos tras la misma, me lleva, una vez más, a poner en tela de juicio nuestro Estado Derecho.
Si bien es cierto que es la dificultad que entraña la búsqueda de un punto de equilibrio entre el derecho a la inviolabilidad del domicilio constitucionalmente protegido y el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos la que motiva la existencia de estos conflictos, resulta indispensable recordar que dicho sostenimiento no ha de ser sinónimo de sometimiento y, por ello, resulta también un derecho de los contribuyentes que sus impuestos respeten el principio de capacidad económica dentro de un sistema tributario justo, los grandes principios ya olvidados e inaplicados desde la era Montoro.
Siendo una realidad, por un lado, que el derecho fundamental no se encuentra debidamente regulado -razón por la que su configuración se ha venido construyendo por la jurisprudencia, de diversa índole y signo-, cualquier injerencia en el disfrute de un derecho fundamental debe respetar el cauce legal pertinente. Por tanto, la pretendida modificación de la Ley General Tributaria para dotar de un salvoconducto a la inspección de Hacienda que le permitiría suspender el disfrute del derecho a la inviolabilidad del domicilio de los contribuyentes, seguiría careciendo de la debida cobertura legal.
Como indicaba, no me parece de recibo que, en un Estado de Derecho, se cuestione un pronunciamiento judicial, exquisito, razonado y fundamentado, tanto por Inspectores de Hacienda del Estado (IHE) como por el propio Ministerio de Hacienda. Y menos aún, que el Ejecutivo utilice al legislativo para que trate de corregir lo que el judicial ha sentenciado. Nada nuevo, por otra parte.
Utilicemos la sabiduría de nuestro Tribunal Supremo, y construyamos entre juristas y Administración, una regulación que evite considerar a cualquier contribuyente como potencial defraudador pues, al final, los verdaderos defraudadores siguen impunes, siendo las pequeñas y medianas empresas familiares las que acaban ocupando el lugar de aquellos.
Ya va siendo hora de que se empiecen a respetar los derechos de los contribuyentes que, aún a pesar de un sistema fiscal injusto, sostienen los gastos públicos, malgastados en no pocos casos.