Siempre se habló de «las dos almas» del PSOE. Una era -y lo digo en pasado- la duramente socialista; la otra, la suavemente liberal. Ni Indalecio Prieto logró unificar las dos tendencias, a pesar de su autodefinición: «Soy socialista a fuer de liberal». Con el tiempo, la representación de esas almas se trasladó a las últimas primarias, con Pedro Sánchez y Susana Díaz más separados por la idea de España que por las cuestiones sociales. Y ahora, con motivo del acuerdo con Bildu, se empezó a hablar del «socialismo de siempre» y del sanchismo, para separar a los líderes tradicionales, encabezados por el más histórico de todos, que es Felipe González, y a los seguidores de Pedro Sánchez y su entendimiento con Pablo Iglesias y todo el bloque de partidos situados a su izquierda.
Esta clasificación ya no sirve, a juzgar por las posiciones ante el mismo acuerdo de los llamados barones. A un lado están el aragonés Lambán, el castellano-manchego García Page, el extremeño Fernández Vara o la andaluza Susana Díaz. Con más o menos valentía todos ellos expresaron su rechazo al acuerdo con los separatistas vascos. Al otro, el valenciano Ximo Puig, la balear Armengol, el catalán Iceta, la navarra Chivite y el gallego Gonzalo Caballero. ¿Qué significa esta nueva división? Algo muy sencillo: que son partidarios del pacto con Bildu y, en consecuencia, de las políticas más arriesgadas de Sánchez aquellos secretarios generales del partido que viven o son vecinos de comunidades con corrientes nacionalistas. Están en contra todos o la mayoría de los demás.
Esos son los dos PSOE que emergen en la actualidad. La diferencia es, por tanto, territorial. Incluso de sensibilidad. Quizá de miedo, porque el entorno condiciona su posicionamiento político. O quizá de vulgar estrategia electoral, porque si en sus regiones hay votos soberanistas no les conviene tenerlos como adversarios. Y al revés entre los críticos: si algo tienen que defender los señores Page y Vara en Castilla-La Mancha y en Extremadura es, evidentemente, el españolismo sin ningún tipo de concesiones a los nacionalistas periféricos, si se me permite esta expresión. Esa es la nueva división ideológica que acaba de asomar.
Con ello tiene que contar la dirección socialista, que hasta ahora reaccionó de forma visceral, con portavoces anónimos que acusan a los críticos de «trabajar para el PP» y con amenazas veladas a través de sus terminales mediáticas de retirarles la confianza con vistas a las siguientes elecciones. Es decir, un aire de disciplina del terror: asustar, aislar y silenciar al disidente. No lo podrán hacer y, si lo hacen, el precio será la unidad interna. A un militante de Toledo o Badajoz se le puede pedir que entienda el acuerdo con quienes no condenaron el asesinato de un guardia civil de su provincia. No se le puede demandar que se ponga a aplaudir.