Volvamos sobre uno de los múltiples bulos que se utilizan como ariete contra la nueva ley educativa en ciernes: su ataque al castellano. Si así fuera, créanme, yo sería uno de los indignados, porque la lengua de Cervantes y Valle-Inclán es tan mía como de los vecinos de Valladolid que presumen de hablar el castellano más puro del orbe. Lo que sucede es que los cruzados de la causa, con sus equívocas proclamas en defensa del castellano, agreden a mi otra lengua: la más débil, la más precaria, la que precisa mayor protección para subsistir. Ya lo ven. Soy rico y egoísta: poseo un patrimonio bilingüe -hablo y escribo en lo que me peta- y deseo transmitirlo, íntegro, a las siguientes generaciones.
El guirigay comenzó con la supresión de dos líneas de la ley Wert: «El castellano y las lenguas cooficiales tienen la consideración de lenguas vehiculares». Los cruzados pusieron el grito en el cielo: ¡el castellano pierde su condición de lengua vehicular! Nadie reparó ni se escandalizó por las otras víctimas del crimen: el asesinato de las tres «lenguas cooficiales» que también perderían su condición vehicular. Supongo que, a partir de la ley Celaá, los profesores enseñarán en inglés, chino mandarín o esperanto.
Disculpen la ironía, que solo pretende subrayar la obviedad del precepto Wert suprimido. El Tribunal Constitucional ya sentenció que todas las lenguas oficiales son vehiculares. La cuestión consiste en determinar la proporción en que deben usarse una u otra. Y esto no lo aclaró ninguna de las leyes educativas habidas: trasladaron el asunto a las autonomías bilingües para que cada una hiciese de su doble capa un sayo a medida.
Cataluña fijó su postura en el estatuto de autonomía: «El catalá (...) és també la llengua normalment emprada com a vehicular i d'aprenentatge en l'ensenyament». El precepto sobrevivió al cepillo de Alfonso Guerra y la poda del Tribunal Constitucional. Desde su aprobación, varias sentencias judiciales refrenaron la tendencia del catalán a monopolizar las aulas y exigieron una presencia mínima del castellano, que cifraron en el 25 %.
Qué envidia, no del estatuto, sino de las sentencias correctoras. El día en que la Xunta o los jueces le adjudiquen al al gallego el 75 % de la docencia otro gallo cantará. Recuerdo cómo la oposición montó en cólera cuando, en el 2007, Touriño estableció la paridad lingüística en las aulas: mitad en gallego, mitad en castellano. Feijoo se propuso frenar la deriva hacia el «monolingüismo» en cuanto alcanzó el poder. Su decreto de plurilingüismo, pese a que los tribunales le extirparon los aspectos más aberrantes -incluida la casilla para que los padres decidiesen la lengua vehicular de sus hijos-, convirtió la enseñanza, en palabras de la Real Academia Galega, en «axente desgaleguizador». Una encuesta del IGE concluye que el 25 % de los escolares no saben hablar en gallego. Imagínense la tormenta de rayos y centellas si uno de cada cuatro escolares no supiese hablar en castellano. ¿Y esto qué tiene que ver con la ley Celaá? Eso mismo me pregunto yo.