Año 2016. Dos hechos históricos y uno lingüístico sitúan el lenguaje político en el centro del debate público: el Reino Unido vota en referendo abandonar la Unión Europea, Trump gana las elecciones presidenciales en Estado Unidos y el Diccionario de Oxford designa como palabra del año a Post-Truth, aplicada a la política que, para influir en la opinión pública, instrumentaliza las emociones y las creencias personales por encima de los hechos objetivos.
La batalla de las ideas se plantea con las palabras. En el brexit y en las elecciones americanas hubo ganadores y perdedores lingüísticos. Mientras los partidarios del remain argumentaban apoyados por expertos, los brexiters hacían de la hipérbole y la mentira desacomplejada sus armas arrojadizas: recuperemos el control y Día de la Independencia, gritaban, como si el país hubiera dejado de ser libre. Al otro lado del Atlántico las palabras de Nietzsche -«No hay hechos. Solo interpretaciones»- se hacían carne en Trump, a través de las verdades alternativas que habitan en sus discursos.
En España la irrupción de Podemos supuso una cuna de palabras indómitas, una bacanal de neologismos, un festín léxico de conceptos fetiche que ejercieron un poder taumatúrgico sobre sus votantes: casta, para señalar al enemigo; régimen del 78, el postfranquismo o la Transición inacabada origen de un Estado fallido; democracia iliberal, ejercida por medio de círculos asamblearios; patria, o ensalzamiento exclusivo de valores sociales o populares.
2020. El coronavirus asalta nuestras vidas y la semántica: Nueva normalidad, contradictio in terminis. El sustantivo, para ser, necesita continuidad. Desescalada, metida con calzador por la RAE. No deja de evocar el alpinismo. Confinamiento, pena a cumplir en libertad en un lugar diferente a su domicilio. ¿Se parece? Cogobernanza, el timo de la palabrita. No existe.
Hoy el lenguaje público importa más que nunca. En un momento en que las palabras heredadas del liberalismo resuenan en el vacío, necesitamos un lenguaje más pausado y refractario a la polarización, a la rapidez, a la simplificación y al uso arbitrario. Necesitamos un lenguaje que rinda culto al dato objetivo. Necesitamos un lenguaje que prefiera informar a comunicar. Porque queremos que la mentira vuelva a ser reprobable. Porque empezamos por despreciar los hechos y acabamos por despreciar los derechos. Porque cuando falla el lenguaje, decía Mark Thompson en Sin palabras, falla la deliberación pública. Y cuando esta falla, las instituciones y el Estado se desploman.