Todavía resuenan en mi oído los acordes de aquel himno, inculcado en los campamentos juveniles de Falange, que nos prometía reconquistar Gibraltar, roca «hollada por el asta de un extraño pabellón» y «punta amada de todo español». Lo crearon y cantaban los voluntarios de la División Azul, que volvían de Rusia con el rabo entre las piernas pero con ardor guerrero intacto y digno de mejor causa: «Si en trincheras comunistas / la bandera roja y negra yo planté / aunque muera en tu conquista / en tus rocas mi estandarte clavaré».
Pero Franco, a diferencia de los militares argentinos que se esnafrarían en las Malvinas, no tenía intención de suicidarse. La histórica reclamación del Peñón, moneda de cambio para que Inglaterra reconociese al primer Borbón que reinó en España, discurrió desde entonces por vías pacíficas. Con Fernando Castiella, tan obsesivo con la reivindicación que sus coetáneos le llamaban «ministro del Asunto Exterior», la descolonización parecía cobrar impulso con el amparo de la ONU. Solo fue un espejismo fugaz. El asunto se empantanó, el Reino Unido se enrocó en su negativa a discutir la soberanía de la roca y el enclave quedó relegado en la agenda de los sucesivos ministros españoles de Exteriores.
Hasta que llegó el brexit que obligó a británicos y españoles a mover ficha. El principio de acuerdo, anunciado por la ministra González Laya, ha sido celebrado con júbilo en La Línea de la Concepción y en toda Andalucía. Gibraltar se incorpora al espacio Schengen, la Europa sin fronteras. Singular paradoja: mientras la metrópoli se divorcia de Europa, su colonia formaliza un noviazgo con esa misma Europa repudiada por Londres. Cae la Verja que separaba a españoles y gibraltareños. El único control se establece en el puerto y aeropuerto, puertas de entrada de viajeros de países terceros como el Reino Unido. Otra paradoja: los británicos necesitan pasaporte para acceder al territorio del «extraño pabellón»; los españoles y ciudadanos de países Schengen no. El acceso lo controlarán las fuerzas de seguridad españolas, aunque sea con mando a distancia a través de la agencia Frontex.
Tanto Londres como Madrid renunciaron, en aras del acuerdo, a poner sobre la mesa la cuestión de la soberanía. Esa omisión ha dado pie a la principal objeción de la oposición. El Gobierno, señala Pablo Casado, «ha malogrado» la oportunidad de negociar la cosoberanía de Gibraltar. La crítica del ex ministro García Margallo, cocinero antes que fraile, va en otra dirección: «De repente, Gibraltar se convierte en un ente soberano». Ambas cuestiones desbordan el espacio de este comentario. Apuntemos solamente que realizar controles Schengen supone un ejercicio de soberanía compartida. Y que convertir a Gibraltar en interlocutor «soberano», al nivel de España y Reino Unido, no es muy distinto al estatus que se le asignó a Hong Kong en su día. Soberanía, en el siglo XXI, ya no significa simplemente arriar el extraño pabellón y reemplazarlo por la bandera rojigualda.