Los hechos acontecidos ayer en Washington son de una gravedad enorme. Lo serían en cualquier caso en cualquier país, pero si hablamos de la primera potencia económica del mundo y, también, de la primera potencia militar, nos metemos en un escenario que debería causar preocupación en todos los rincones del planeta.
Lo de Trump se veía venir hace tiempo. Varios analistas norteamericanos vaticinaban mucho antes de las elecciones que el presidente no abandonaría voluntariamente la Casa Blanca, ni en el caso de que perdiera los comicios. Tenían razón. Se ha agarrado al poder y ha ido extendiendo su veneno en un gran sector de la sociedad estadounidense. Lo de ayer es su último y más grosero intento de subvertir la democracia, auspiciando un auténtico golpe de Estado, que es lo que realmente está ocurriendo en la nación de las barras y las estrellas.
No hay un Tejero pistola en mano ordenando a los senadores y congresistas sentarse o tirarse al suelo. Pero sí unas hordas azuzadas convenientemente dispuestas a imponer la santa voluntad de su líder por encima de la dictada en las sagradas urnas.
Sin duda se trata de un acontecimiento que está avergonzado a un país que siempre se mostró orgulloso de su democracia y del funcionamiento de sus instituciones, pero las imágenes de unos fanáticos destrozando el interior del Capitolio han dado la vuelta al mundo y no tienen mucho que envidiar de sucesos acontecidos en estados fallidos o repúblicas calificadas por los propios americanos como bananeras. Ayer, tuvieron que frotarse los ojos porque las patéticas escenas se produjeron en la capital del imperio.
Dicen que Trump está buscando inmunidad judicial por varios de sus tejemanejes y que para ello no le ha importado lo más mínimo tensar la cuerda hasta el límite de haber conseguido dividir al país en dos y de generar un ambiente enrarecido y crispado que más de uno ha calificado ya como la antesala de un enfrentamiento civil. Quién sabe lo que pasa por la cabeza de este personaje, pero lo cierto es que tiene al mundo en vilo. Lo dicho, las insurrecciones no son iguales, y menos si suceden en la primera potencia mundial. Por el bien global, más vale que los americanos extirpen pronto el mal que ahora mismo padecen.