Ahí estaba, lo reconoció como un relámpago. Al escuchar a aquella mujer el pasado 31 de diciembre en la Puerta del Sol (valiente, conmovedora), se dio cuenta de que había vuelto. Era el miedo. El viejo miedo universal de todas las madres, el miedo más común y aterrador. El miedo que se escucha en medio de la noche (aún hoy), como la carcajada de una alimaña feroz. Siempre está ahí, acechante, silencioso, dinámico, horadando la conciencia, alimentándose del tuétano de la vida. Ahí estaba también el treinta y uno de diciembre. Al ver a esa mujer (¿cómo llamarla?, ¿huérfana de hijo?) que hacía esfuerzos por contener el llanto, lo reconoció al instante.
Y piensa que es cruel, porque ni siquiera hay una palabra que describa el vacío que viene detrás del miedo. Los cónyuges que han visto morir a su pareja son viudos, y los hijos que se quedan sin padres son huérfanos. Pero en español, como en ningún otro idioma, salvo, que sepa, el hebreo, no hay una palabra que nombre a los padres que han visto morir a sus hijos. El lenguaje ni siquiera les concede ese consuelo. «Se contrae el ser como el gusano amenazad», dice Francisco Umbral en Mortal y Rosa. «Yo no soy mi dolor, decía el poeta. Ya lo creo que sí. El dolor, la sangre, la fiebre, el miedo, los heraldos negros de la muerte, tan lejana, tan distraída, ahuyentan en un momento todos los pájaros de la cabeza».