Escuché a una profesora universitaria relatar cómo sucumbió a la presión y se prestó a documentar en falso que Cristina Cifuentes había cursado un máster. El proceso judicial está abierto pero todo ese cambalache zafio y pringoso tiene una textura reconocible. Según declaró en el juicio, la profesora Cecilia Rosado redactó un acta de un hecho que no había existido, una transmutación de la nada hacia lo real que convierte el proceso a Cifuentes en un problema ontológico, una disquisición entre el ser y el no ser que nos llega en este momento en el que todo es estupor. A la política del PP, borroso ya el recuerdo de aquella grabación tambaleante en la trastienda tenebrosa de un supermercado con un guarda rescatando cremas hidratantes de su bolso, todo este lío la mantiene con la moral alta y la vergüenza intacta. Desde su programada caída a las alcantarillas de la política madrileña, tan dada como es al entremés de chulapo con parpusa, la hemos visto pontificar en tertulias y entrevistas con el aplomo ileso y esa altanería que creíamos reservada a los seres honorables, cuyo patrimonio es una biografía ética irreprochable en la que se prefiere la honra a los barcos. Pero es que una de las víctimas de estos años de desguace ha sido precisamente lo honorable. Tendríamos que haberlo advertido cuando Jordi Pujol se pasó su primer huevo negro por la chepa. Ahí empezó a desdibujarse el significado de lo molt honorable, tratamiento de un simbolismo litúrgico en Cataluña al que el ex president renunció cuando lo suyo ya era imposible de tapar.
Esa nueva cultura de lo sinvergüenza, esa especie de culto al engaño consciente, al pillo y apandador, se manifiesta también en forma de pandemia. Por eso a algunos, como Iñaki Gabilondo, solo les queda abandonar, vencidos por el hastío.