No se puede decir que Donald Trump se vaya a ir de la Casa Blanca sin haber roto un plato, pero sí que se marcha sin reponer los que pueda haber roto. Lo digo literalmente. Por tradición, cada nuevo presidente encarga una vajilla para servir a sus huéspedes. Pero no ocurrirá así con Trump. Es la primera dama la que elige los nuevos platos y, por lo visto, Melania Trump ha seleccionado tan tarde los diseños, y de colores tan caros, que el proyecto no ha llegado a ponerse en marcha. Mientras en el Senado se discute la destitución simbólica de Trump, lo que está claro es que nadie se acordará de él cuando coma o cene en la Casa Blanca. Es el primer roce del olvido.
No estará, pues, Trump, representado por su propia loza en el China Room («el cuarto de la porcelana»), la sala de la Casa Blanca en la que se exhiben ejemplares de los platos de las distintas presidencias, y donde, a partir de la chimenea y hacia la derecha, uno puede ir leyendo su historia a través de sus soperas y sus platillos de postre. Se puede ver cómo ha ido creciendo el país, en el número de estados que aparecen representados por medio de estrellas o flores (44 en la de Harrison, 48 en la de Roosevelt, 50 en la de Johnson). Se puede comprobar cómo ha ido aumentando también el poder presidencial en el hecho de que la vajilla de Wilson tenía 120 piezas, la de Reagan más de 200 y la de Obama más de 300. Se dejan ver los caprichos personales, como el azul marino en los platos de Roosevelt que delata su pasión por la navegación; o el «azul Kailua» en los de Obama, que evoca su Hawái natal; o la mazorca de maíz en los de Harrison, que representa la Indiana donde tenían su hogar. Pero también hay mensajes sutiles: Truman, que mandó hacer su vajilla al acabar la guerra mundial, hizo que el águila del escudo mirase hacia un olivo de la paz en vez de hacia las flechas de la guerra; Johnson, que ordenó la suya en los tiempos de Vietnam, hizo que el águila girase otra vez la cabeza hacia las flechas. Incluso, a veces, en esos platos y tazas se ha entrevisto el destino, como cuando la señora Lincoln insistió en que su vajilla llevase el color «Solferino», que entonces era la moda de Francia. Pero ese rojo púrpura se llamaba así porque hizo pensar a los químicos en la sangre derramada en la batalla de Solferino, y tan pronto la vajilla llegó a la Casa Blanca, como una maldición, estalló la Guerra de Secesión. El propio Lincoln acabaría asesinado, su sangre vertida exactamente de ese mismo color que su mujer había elegido para los platos.
En esa porcelana, en fin, se refleja la historia de los desacuerdos, como cuando el equipo de Nixon se entretuvo estampando la vajilla de Johnson contra la pared. Pero también se expresa la continuidad: Reagan usó los mismos platos que su rival Carter, los de Johnson llegaron tarde y los estrenó su rival Nixon, los de Hayes los usó su rival Garfield. El propio Donald Trump, con todo su odio por Hillary Clinton, ha estado comiendo y cenando, de vez en cuando, en la vajilla con el reborde amarillo crema que ella eligió.
Al parecer, cuando se rompe un plato en la Casa Blanca, el protocolo exige que un funcionario lo haga pedazos y se arrojen esos pedazos al río, para que los coleccionistas no se hagan con ellos y los vendan, como ocurría en el siglo XIX. Si es así, es ahí, en el oscuro limo del fondo del Potomac donde están enterrados muchos de los secretos de la Casa Blanca hechos añicos, como un puzle de porcelana en espera de que los peces lo completen y se enteren de todo.