
Mi pueblo es un pueblo feliz. Siempre lo fue. Y desde el inicio de los tiempos ha estado enganchado al disfrute, el gozo y el santo entroido. La frontera tiene esas cosas: uno no está ni aquí ni allá y prefiere estar del lado de la felicidad, que no tiene ni patria ni documento nacional de posesión. Mi pueblo, también debo decirlo, con el correr del tiempo ha ido a peor. Verín pasó de ser una de las villas principales de Galicia a principios del siglo XX a ser lo que es ahora. La culpa no es de nadie y es de todos: poseemos un instinto suicida que, en ocasiones, nos lleva a empeorar lo que tenemos. Sucede lo mismo con la nueva ley de educación, que ya ha comenzado a andar: un dislate que se pone en funcionamiento con la aquiescencia del Gobierno y sus socios independentistas. Sin embargo, conviene reflexionar ya no solo en los aspectos directos que propicia la ministra Celaá (devaluación del mérito y del esfuerzo, ataque contra la libertad de educación, adoctrinamiento, etcétera) sino también en lo latente pero fundamental: el fondo. El fondo es como el de mi pueblo, pero al revés. Mi pueblo, feliz. Esta ley, un infortunio. El fondo es lo que importa.
Y ahí es donde encontramos el objetivo del Gobierno que encabezan Sánchez e Iglesias, probablemente, y en este caso concreto, el segundo más que el primero. Se trata de rematar la faena ideológica que llevan perpetrando desde hace años con cada ley de educación (casi todas ellas implementadas por socialistas). Se trata de cercenar el catolicismo. Sé que suena a hipérbole. Pero lo creo, sinceramente. Es decir, se proponen que el 69 % de la población española y el 75 % de la gallega, grosso modo, no puedan elegir una educación acorde con sus principios morales. El «enemigo» son los católicos. Lo saben. Lo saben porque la gente sigue acudiendo a misa los domingos y fiestas de guardar (las misas convocan más fieles que los aficionados que convocaba el fútbol). Lo saben porque la construcción ética de este país se retroalimenta en sus santos, rezos, fiestas de origen cristiano y su cultura ancestral fundada en la tradición judeocristiana. Eso es occidente. El occidente que celebra funerales de Estado, que reza unido en sus desgracias, y que no sostiene -como en España- la invectiva contra los católicos de modo pertinaz. La derecha, acomplejada, se ha dejado llevar por la ola. Ni siquiera un conservador pide una oración en público ante una tragedia. Hasta aquí nos han traído. Solo quedaba rematar la faena. Y la clave estaba ahí: en la enseñanza concertada. Celaá, que es una señora rica que se educó en colegios privados, ha sido el ariete. Ha firmado una ley contra el 75 % de los gallegos. Son católicos, aunque la mayoría de los políticos pretendan ignorarlo.