Todas las tardes, mi tía Marina dejaba lo que fuera que estuviese haciendo y se sentaba a escuchar las esquelas en Radio Popular. Esto no tenía nada de especial, pero en su caso se trataba de una piedad semiprofesionalizada, porque precisamente era la corresponsal de las esquelas para la zona de Meira. Cuando oía un apellido, adivinaba el ayuntamiento del sepelio un segundo antes de que lo dijese el locutor. A mí me parecía una habilidad extraordinaria, esta de recordar de dónde eran todos los apellidos (como de Sherlock Holmes, que entonces ponían en la televisión encarnado por Peter Cushing). A veces, le entraba alguna duda cuando un apellido podía ser de dos municipios distintos, pero casi siempre acertaba a la primera. Como es sabido, en la Galicia rural raramente se utiliza el apellido para referirse a una persona, y se prefiere el nombre de la casa, que todos conocen. Pero mi tía Marina se los sabía todos a base de asistir a entierros y redactar esquelas con su lápiz; un lápiz que inadvertidamente era el mismo que usaba para rellenar las quinielas con cruces al azar.
Empecé a fijarme entonces yo también en esta geografía de los apellidos. En el instituto, los profesores los leían monótonamente de una lista varias veces al día. Era un ritual cansado para saber quién faltaba a clase, pero esa letanía se convertía, para quien se preocupase de descifrarla, en un mapa. Prestando atención, pronto descubría uno la frecuencia, las terminaciones características… En las combinaciones del primer y el segundo apellido estaban ocultas las pistas de historias familiares. Sus letras eran la cifra de recorridos de antepasados en busca de trabajo, noviazgos en las fiestas de otro pueblo que habían acabado en matrimonio, o simplemente del efecto que había tenido la construcción de carreteras o ferrocarriles sobre las vidas. Luego, en otros lugares y países, he seguido observando este fenómeno con la misma curiosidad, porque todo el planeta está unido por estos lazos invisibles.
Nacidos a menudo de topónimos, los apellidos son lugares que llevamos a cuestas. Para algunos son a veces un mal recuerdo o incluso un peso insoportable por alguna razón, pero en eso no son diferentes a cualquier otra cosa que nos identifica y nos ata a los demás. Porque lo que relaciona a los seres humanos, en realidad, son las palabras, y eso son los nombres: palabras. Supongo que eso es lo que intuitivamente tenía que saber mi tía Marina: que al final lo que queda de nosotros es un nombre, una combinación azarosa de letras, como en una quiniela, que, para quien la conoce, trae de inmediato el recuerdo de la persona, como si se tratase de la fórmula de un hechizo. Sin darse cuenta, lo que hacía ella era trazar con la delgada línea de su lápiz un retrato de media provincia de Lugo, bosquejando infinidad de historias personales en un complejo dibujo de sombras y luces. Aquel lápiz que, si apretaba con fuerza, luego, incluso borrando con una goma, dejaba la marca.
Un día en Buenos Aires, muchos años después, cogí un taxi frente al Café Tortoni para volver al hotel. El taxista notó mi acento. «Yo también soy gallego», dijo, y me dio su apellido. No me fue difícil deducir que era de la zona de Navia de Suarna o Negueira de Muñiz. «Así es». Le dije que había tenido un compañero de estudios en COU que se apellidaba como él y le di el nombre. «Es mi sobrino». Y fue como si en esos laberintos que se publican en los cuadernos de pasatiempos el trazo del lápiz de mi tía Marina, tras muchas vueltas y dibujos, hubiese acabado encontrando un camino.
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