Polarización creciente, fragmentación del espacio político, voto a la contra e inestabilidad institucional. Son notas que caracterizan la evolución reciente de no pocas democracias liberales, pero que en Cataluña alcanzan cotas casi sin igual. El resultado de las recientes elecciones no ha hecho más que ratificarlo, abriéndose varios escenarios de futuro entre los cuales asoma, junto a una improbable nueva aventura, la continuidad del bloqueo. Y es que la sociedad catalana que durante muchas décadas admiró al resto de los españoles por su famoso seny y su sentido práctico para resolver asuntos (y no para enredarse con ellos), se empeña ahora en todo lo contrario.
Porque si algo hay evidente en los años del procés, es que «la política» (con toda su sobrecarga de retórica identitaria e ideología) se ha impuesto a «las políticas» (es decir, la definición de estrategias para afrontar la solución de los problemas reales de los ciudadanos). Reina allí, y se proyecta sobre el voto, una especie de ensoñación (para unos sueño, pesadilla para otros) que distrae no solo a los gobernantes sino a buena parte de la sociedad de la aburrida pero imprescindible tarea de atender a las cosas.
Porque las cosas (a las que invocaba Ortega hace más de cien años) están muy desatendidas en Cataluña, una comunidad cuya evolución económica y social ha sido muy poco brillante desde hace una docena de años. Es verdad que se ha exagerado con la idea de una inminente ruina catalana. Pero no hay duda de que ha perdido la posición preeminente que en el conjunto de España tenía hace apenas veinte años, acumulándose los indicadores negativos: desde la salida del territorio de casi 6.000 sociedades mercantiles a la fuerte caída de su antes notable capacidad de atraer inversiones extranjeras. Y lo peor de todo, el olvido de la inversión en servicios sociales, que ha causado su profundo y visible deterioro, mayor que en el conjunto de España.
Estos datos parecen conocerlos bien los propios catalanes: según una encuesta reciente, el 67 % de ellos afirmaba que el procés ha dañado a la economía. Pero ello no parece que haya afectado a su voto, y eso que la caída del PIB en el 2020 estuvo allí entre las mayores de España (y de Europa). Pero el principio de realidad se acaba imponiendo; por eso quizá acabe surgiendo lo imprevisto: que en ese mundo alguien recuerde -de nuevo Ortega- la vieja «conllevancia», como forma de evitar el declive.