Pablo Iglesias siempre lo tuvo claro. «Dadme los telediarios y ganaré las elecciones», se le oía predicar en sus primeras apariciones públicas como tertuliano. Aunque se ganaba la vida como profesor universitario, los medios siempre fueron su obsesión. Montó La Tuerka en Vallecas para hacerse un hueco en pantalla y logró dar el salto al circuito televisivo convencional. Primero en Intereconomía y luego con los grandes comunicadores.
Pero nada cambió su percepción ni su gusto por dar doctrina desde la tele. Cerró sus sucesivas plataformas —Hispan TV, de capital iraní, o en el diario Público...— semanas después de ser nombrado vicepresidente. Desde entonces, la principal anotación de su agenda son precisamente las apariciones mediáticas.
A Iglesias no se le escapa que el control de la información es el primer paso para controlar a la sociedad. Los golpistas del 23F intentaron hacerse con TVE y no lograrlo fue el primer paso para hacer fracasar la asonada.
Maduro cierra medios libres cada semana. Y Cuba solo ofrece el Granma como cauce de información. China corta las redes sociales y hasta Birmania censura Facebook para camuflar las tentaciones totalitarias de quienes asaltan el poder. La libertad de los medios de comunicación es un bien preciado a proteger. Lo contrario es la verdadera anormalidad democrática.