A quienes no somos monárquicos, nos ponen cada vez más difícil explicar por qué defendemos un modelo constitucional de monarquía parlamentaria. En el siglo XXI, no es fácil sostener desde un punto de vista racional que la jefatura del Estado sea hereditaria. Y, sin embargo, ese es el modelo que impera en las democracias más avanzadas, no solo en lo económico, sino también en lo que afecta a libertades y calidad democrática. Por complicado que resulte de entender, es útil para la democracia que exista una figura neutral, por encima de la política, que represente la unidad del país y que no necesite hacer campaña para revalidar su cargo. Pero todo esto, obviamente, solo puede ser defendido si quienes representan a la Corona muestran un comportamiento ejemplar. Y ahí es donde empezaron los problemas. Juan Carlos I, que es parte de la familia real, y sus hijas, aunque ya no lo sean -Elena es la tercera en la línea de sucesión-, son hoy los mayores enemigos de la monarquía.
Cuando los españoles comprueban que quien ha sido jefe del Estado hace una regularización fiscal por ocho millones de euros gastados en vuelos en solo cinco años, no solo se escandalizan, sino que deducen con toda lógica que alguien que paga esa inmensa cantidad de dinero solo en aviones dispone en realidad de un patrimonio gigantesco de difícil justificación. Y es bastante inverosímil que cuando el entorno del emérito veía su tren de vida no tuviera claro que lo de que don Juan Carlos viviera de un sueldo público de 250.000 euros al año era poco menos que una broma. De forma análoga, el comportamiento de las infantas vacunándose en Abu Dabi no solo demuestra un soberbio desprecio a los ciudadanos, sino que es un ataque casi premeditado a la monarquía, cometiendo esa irresponsabilidad en un momento crítico para Felipe VI y cuando todos los ojos están puestos sobre esa familia. Y tampoco ayuda que inmediatamente después de conocerse el escándalo la infanta Elena acudiera a la Zarzuela.
Acudo a Leonard Cohen: «A veces, uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro lado».
Felipe VI, sin embargo, no es responsable de lo que hagan su padre y sus hermanas, como no lo somos usted y yo. Su comportamiento es impecable y entiende, dolorosamente, que debe romper con una familia que le deja solo en la tarea de encarnar la ejemplaridad de la Corona. Yo, por mi parte, cuando flaquea mi respaldo a la monarquía parlamentaria acudo a Leonard Cohen: «A veces, uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro lado». Y ahí están los enemigos de la nación. Los secesionistas sediciosos, que dieron un golpe desde el poder, y el populismo. Sostiene Pablo Iglesias, para reclamar la república, que hay partidos y medios que «tienen muchas dificultades para aceptar los resultados de la democracia». Pero si tenemos en cuenta que Unidas Podemos es el único partido de ámbito nacional que quiere instaurar una república, y que en las elecciones obtuvo el voto de solo un 8,3 % del censo, hay que deducir que quien tiene graves dificultades para entender lo que es una democracia es precisamente Iglesias.