Se habla de nuevo del lobo y a mí, más que una opinión, me suscita un recuerdo: el del verano más feliz de mi vida, el que pasamos mi hermano y yo de niños en la casa grande de doña Virginia en Cervantes, que era casi un pazo acodado en una ladera, sobre un estrecho valle de Os Ancares. Con su nieto, nuestro amigo José Manuel, que era algo mayor que nosotros, recorríamos aquellos parajes del techo del país, entrenando a uno de los perros de la casa. Se llamaba Tel y era un setter irlandés con el pelo del color de un incendio. Era un detalle de cuadro paisajista inglés, un perro pintado por Gainsborough; un príncipe entre los otros perros de la casa. Pero era joven y nervioso, y a José Manuel le habían encomendado enseñarle paciencia y a señalar sin abalanzarse. Un día nos pareció que estaba especialmente nervioso. Se revolvía, subía y bajaba jadeando por las laderas, reconociendo el terreno con más ansia de lo habitual, hasta que desapareció de nuestra vista. Lo encontramos fijo frente a un matorral, gruñendo con voz ronca, pero obedientemente parado. Se había acercado por allí Isidoro, el señor que cuidaba de las vacas, y cuando llegamos nos dijo «A ver se vai ser unha cobra…» Pero no había ninguna culebra, sino unas huellas que, a mí, que no sabía nada, me parecieron de perro, pero que José Manuel identificó inmediatamente: «Es el lobo».
Como si la simple mención del animal lo conjurase, esa noche nos pareció oír aullar en la negrura de aquel valle en el que se podían contar con los dedos de una mano las luces temblorosas que señalaban una casa lejana. Como nosotros dormíamos en un cuarto sobre la cuadra sentíamos la inquietud del ganado, y a los perros que respondían furiosos con ladridos. Yo había leído entonces, en las versiones ilustradas para niños, La llamada de la selva y Colmillo blanco de Jack London, donde lobo y perro son dos metáforas que se contemplan desde las dos orillas del río que separa lo civilizado y lo salvaje, a la vez repelidos y atraídos el uno por el otro, quizás albergando el secreto deseo de cruzar al otro lado.
Al día siguiente, por si acaso, en la mesa del comedor las escopetas sonreían abiertas en forma de cuña, engrasadas y brillantes, y un puñado de cartuchos llenaba el aire de un olor a cartón y a pólvora. Por la tarde estábamos merendando en la terraza de la casa, el valle a nuestros pies, casi a vista de pájaro. Mientras los mayores tomaban café, Mariali, la hermana de José Manuel, había puesto en su tocadiscos Bailemos el Bimbó, que era la canción que estaba de moda aquel año. Tel dormitaba tranquilo al sol, su pelaje rojo brillante, su perfil como el de un emperador romano en una moneda. De repente se fue para la balaustrada a ladrar. Ricardo, uno de los primos de José Manuel, se puso en pie y mandó apagar el tocadiscos, porque había visto algo. Y entonces nos lo señaló para que lo viésemos todos: allá en la lejanía, por el pliegue más profundo del valle caminaba lenta y majestuosamente el lobo. Sólo le he visto dos veces: desde el coche, en Pedrafita, en mitad de la carretera, y aquella otra vez. Allí estaba: el personaje de pesadilla de los cuentos infantiles, el emblema heráldico de los terrores ancestrales, mitad animal mitad mito, freudiano y atávico, recorriendo la fina línea que separa el miedo de la fascinación. Se paró, miró alrededor y siguió andando hasta perderse en la espesura, como una visión. Y su último reflejo se desvaneció en los ojos de Tel.
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